domingo, 28 de diciembre de 2008

Terciopelo

A ella le gustaba que la voz de Jim Morrison pudiera pasar por la cortina de agua. A cada movimiento de su lengua, la humedad hervía y se hacía un beso, tres, miles de labios ácidos sobre su cuerpo. Bajo su cadencia las gotas caían volviéndose sudor y confundiéndose con yemas, que entraban sin aviso en todos los rincones y alcanzaban todos sus fondos. Siempre era de espaldas: no necesitaba la oscuridad para sentirlo. Los silencios de él sólo significaban la boca mordiendo su espalda, o sus dientes arañando la nuca. Entre frase y frase, contra su oído, podía oírlo jadear.

Esa noche, ella bailaba como si fuera el fin. Con los ojos cerrados, con la cabeza hacia atrás.

- Hablame – dijo.

Él apoyó la boca en su oído...

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Refracción


Tanto tiempo pensando de una manera para que sea de otra. O para que sea de la manera que siempre fue, y que yo nunca pude ver como era. Mucho tiempo pensando que estaba a la sombra de algo que nunca la proyectó, porque nunca fue tan grande como lo creía. Fue tiempo de convencerme que no había fisuras en tu carácter, que todo tenía una razón de ser [que la tiene]. Que si la entendía, debía aceptarla.

Pero aceptar aquella idea a ciegas, como hacía, ya no me llena. Ya no es suficiente.

Vivís rodeada de un circo, pero es un circo de horrores donde vos sos la víctima estelar de la función. Nunca te salió de otra manera, porque donde yo ponía razones de tu vida o tu pasado, ahora aprendo que es sólo una herramienta. Herramienta para mendigar atención como una paloma en una plaza busca migas de pan, o un vagabundo que pide monedas. Me gustaba pensar que era que tu vida la que te había llevado a hacer eso, y que a vos en realidad no te gustaba, pero te subestimé. A la distancia puedo darme cuenta que, donde me parecía que no te había quedado otra, vos elegiste el circo y elegiste los focos, y preferiste las luces de posibles seguidores antes que la luz firme de una persona de larga data.

Aquella idea transformaba el piso de mi mundo en un tablero de ajedrez al que yo no quiero jugar. Me cansé de movimientos estratégicos, de mirar siempre dos veces a la espera de una seña. Odio perder fichas y con vos las perdí una y otra, y otra vez. Antes al menos podía decir que algo me dabas a cambio, y era todo lo que necesitaba; ya no me das nada a cambio, desde hace mucho, y ni siquiera lo que te quise me inclina.

Siempre nos vamos a seguir viendo, sí. Dudo que las ramas del ficus que crecen enlazadas logren deshacerse de raíz de las uniones. Pero de mi parte, ya no pienso regar la planta. Si se muere, a estas alturas, me da lo mismo. Sólo quiero que sepas que en algún momento te quise, y así me fue, y que ahora sólo me van a quedar los buenos recuerdos y una sensación satisfecha por los buenos tiempos. Pero cada vez que te vea no vas a ser una extraña, pero sí vas a ser ajena.

Y no te creas que me arruinaste la vida. Me mataste un poco, pero no más que muchos otros. En algún momento creí que eras tan importante como para eso. Pero era cuando tenía aquella idea, y eso fue hace mucho tiempo.

Hasta siempre [ojalá que así sea],

Yo.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Ribera


Al cruzar la puerta cerrada, seguramente pisaré un tablero de ajedrez. Me llevará el blanco y negro hasta el otro lado esquivando a los colosos. Llegaré a la otra orilla cansada de caminar, como habiendo dado la vuelta al mundo, y me caeré de ese borde para terminar en una montaña de arena. Levantaré la vista, y sabré que he caído en las propias entrañas del tiempo. Mi movimiento hará que el reloj se tumbe hacia un costado, caiga sin nadie que lo escuche, y se rompa aquel vacío en miles de destellos. Y en ese océano de sedimentos seré yo una sirena más, de las tantas que se quedan mudas, y me dejaré llevar por una vez sin ofrecer resistencia. Caeré a gotas por los costados de la tierra que aún es plana, formaré acurrucada un continente, y sólo cuando deje de ahogarme me pondré de pie para mirar.

Asistiré a la creación de las futuras ciudades destruidas, y seguiré los pasos de la evolución del odio. Seré espectadora de la primer fila de la inteligencia artificial, pegando mis ojos a los vidrios donde proyectarán la mejor secuencia doble hélice. Pisaré la matriz rota de la civilización, patearé las antiguas armas tangibles, y quedaré en medio de un tiroteo de manifiestos. Me ocultaré donde nadie me buscará nunca, en las tumbas de las relaciones humanas. Iré a gatas serpenteando entre las ráfagas y terminaré sentada a un costado de la historia, para aprender cómo se producen los finales.

Buscaré en mis desiertos y en las vísceras de lo que se levantará. Sacaré de un puño la energía que nadie logró sacar de una estrella. Saltaré los números sin dar espacio al azar hasta pisar las nubes, y sabré que no hay nada más abajo que lo que siempre estuvo allá arriba. Seré uno entre los millones de puntos de polvo que escapará a la limpieza organizada, y fundaré una normalidad en el marco de lo invertido. Ese comienzo me encontrará sentada a los pies de mi mar, disolviéndome.

Y los encontraré al borde de las antiguas líneas divisorias. Me iré deshaciendo hacia ellos entre los pasos que terminarán de quebrar los terremotos, y así volveré a perder las piernas. Dibujaré con la tinta del dolor los únicos puentes hacia ellos. Dejarán de importar los nombres, se evaporará lo sólido, y al extender mis brazos sólo seré capaz de rodear el fuego. Se caerán los glaciares de mi pelo, me encontrarás tendida sobre el silencio, y me dirás al oído que ya ha caído la corona de espinas. Te enredarás en mí hasta atravesarme, cerraré la vida ante el arco boreal y, por fin, se abrirá la puerta.




lunes, 3 de noviembre de 2008

Auxilios


El laberinto se alza en medio de la ciudad. Dentro, las caras siempre extrañas buscan ser esquivadas por el olvido, recordadas en el vuelo de sus perfumes, y los mismos indigentes tratan de no ser pisados ni desaparecidos por todos los ojos ciegos en tránsito. Las baldosas son la alfombra roja donde desfila el choque de los colosos, el impacto de las realidades distantes que se derrama en el aire como insultos o como indiferencia, o como una escupida. Los índices de mortalidad vial no tienen en cuenta la calidad de atropellos humanos que acontecen encerrados entre aquellas vidrieras.

Trajes arrugados como viejos pasan acompañados de polleras breves como un suspiro, y en la tormenta de movimientos se pierden las noticias de papel, que sólo se dejan ver bajo escasas columnas de luz. Los rascacielos fingen un techo inexistente encima de todo eso, proyectándose contra el caer de la tarde. Empiezan a brillar las velas de la era postmoderna, y en medio de los ruidos del progreso nadie parece escuchar el canto de las sirenas. Ya nadie se siente conmovido.

En aquel rincón donde la peatonal se vuelve de pronto una esquina, Ernesto está parado buscando en el horizonte de pavimento. La sirena lo llama cada vez más fuerte, recortando las bocinas y las conversaciones por teléfono hasta hacerlas callar. En medio de ese silencio llora con desgarro pidiendo auxilio. Está encallada en esa marea de motores.

Ernesto quiere ayudarla a pasar. Trata de frenar a la ola de indiferencia que cruza sin oír y sin ver nada más que el frente, hace señas desesperadas tratando de abrir un hueco en la fila de paredes, grita por la ayuda de una autoridad que no está para él. La sirena sigue llorando su urgencia de llegar.

Y cuando ella logra pasar, sin mirarlo, él sigue parado en la esquina del laberinto y la sigue con la mirada hasta perderla por completo. El laberinto vuelve a cerrarse y Ernesto, abandonado otra vez, sigue perdiéndose en aquel pasillo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Postales


París, 2 de marzo de 1978


Querido Ernesto:

¿Cómo estás? Hace mucho que no recibo una carta tuya. Posiblemente estés muy ocupado, como siempre, o quizás es que no sabés qué escribir… Igual no pasa nada. No es que quiera que te sientas obligado a responderme, por favor, no, no quiero que lo entiendas así. Sólo quiero saber cómo estás. Es que me acuerdo todo el tiempo de vos, y me pregunto cómo estarás allá en Rosario.

Acá, desde la última carta, las cosas no cambiaron mucho. Como te habrás dado cuenta, ya dejé Madrid. Estoy en la dirección que me diste, y en unos días tengo arreglado llegar a Venecia. Es un viaje precioso, Ernesto. Seguramente ya viste todo lo que estoy viendo y me mandaste a estos lugares por eso, pero no puedo parar de pensar en lo parecido que es todo. Fui a la Plaza Mayor y pensé que estaba en Mar del Plata; ahora voy caminando por los Campos Eliseos y te juro, es como caminar por la parte de las embajadas de la Capital. No sé si vos pensaste lo mismo cuando estuviste acá. ¡Me encantaría estar con vos, para preguntarte!

La estoy pasando bien. La gente que te conoce me trata muy bien, y dice que te mande saludos apenas vuelva. Me preguntan qué te quedaste haciendo allá, por qué no viniste conmigo. Yo les digo que estás trabajando, como siempre. ¿Qué les puedo decir? Pensé que hablabas con ellas... Dicen que hace mucho que no hablan con vos, y que se sorprendieron cuando les dijiste que iba a ir yo. Les prometí contarles de vos cuando me respondieras alguna carta. Me cuentan muchas cosas curiosas de cuando andabas de viajero por Europa, y me dicen que al menos yo sí sé francés… Que vos no te defendías para nada. Me dijeron que te pregunte por la “vez de la mujer escarlata”. ¡Qué habrás hecho, Ernesto!

Espero que esté todo bien allá. Hace poco traté de llamar un par de veces, pero no sé por qué la operadora no conseguía enlazar la llamada. Me decía algo de que las líneas parecían cortadas, que debía ser un problema de la central telefónica de Argentina. Espero que no sea también que el correo está teniendo problemas, porque de cartas sólo recibí la última tuya. A los demás les mandé la dirección a la que me podían responder, pero no me llegó respuesta de nadie. Me imagino que con todos los preparativos del mundial, allá deben estar muy ocupados para preocuparse por eso, ¿no?

En España se hablaba mucho del mundial, pero las cosas están bastante extrañas, y acá en Francia… Bueno, la verdad es que no tengo mucha idea. Sabés que nunca me entero de mucho. A veces pregunto, y los de acá me dicen que está todo bien. Los europeos son algo raros, Ernesto. En España todos decían que las cosas andaban bárbaro, y no andaba nada bien. Están en algo así como una fase de negación después de Franco. No quieren ver lo que les acaba de pasar. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo pueden no ver, cómo pueden negarlo todo así nomás? Que yo, extranjera, no me dé cuenta es una cosa, pero que ellos que viven acá crean las cosas que creen…

Me gustaría que me escribas, aunque sean unas pocas líneas. Quiero saber cómo estás vos, cómo están los demás. Quiero saber cómo están las cosas allá, porque con todo esto no tengo noticias de nada ni nadie. Mientras escribo, me pregunto en qué andarás en este preciso momento. Seguramente, en una de esas salidas tuyas misteriosas que nunca me quisiste contar, ¡como si salir con tus amigos fuera algo malo! Hablando de malo, anoche soñé que estaba envuelta en una bandera argentina que me estaba asfixiando. Yo trataba de salir pero la bandera cada vez se apretaba más fuerte. Se me hacía un nudo en la garganta, y yo lloraba, lloraba porque no lo podía desatar, porque no podía gritar para que alguien me ayudara, porque sabía que nadie me iba a escuchar. Fue horrible … Hasta el día se puso feo. Desde ese día hasta hoy estuvo lloviendo sin parar, como se pone el cielo en Rosario cuando vienen las tormentas del Paraná, ¿viste?

Me dijiste que me ibas a mandar el pasaje de vuelta, pero todavía no lo recibí. ¿Estás seguro que lo mandaste? Llamé un par de veces a la aerolínea, e insisten que no lo tienen. Me parece raro que hayan perdido una reserva. Se supone que en dos semanas me tendría que estar volviendo. Todavía me parece ayer cuando viniste ese sábado de la nada y me dijiste que iba a viajar, ¡todo esto es un sueño! Pero cuando me subiste al avión, me dijiste que disfrutara porque era sólo por dos meses, y ya van como cinco. Sí, ya sé lo que me dijiste en la última carta, pero extraño casa, ¡y debería que volver a la facultad! La historia del Arte no se estudia sola… Aunque parece como si todo fuera a propósito para que me quede más tiempo acá dando vueltas y aprendiéndola de primera mano, metida en el Louvre, ¿no?

Ayer estaba mirando por la ventana, viendo cómo caía la lluvia, y en algún lado, alguien estaba silbando. Aunque seguro no era, me pareció que era una de las canciones de Sui Generis, de las que me hiciste escuchar varias veces. En Venecia, voy a mirar los canales y seguramente me voy a acordar del Paraná, como me dijiste que te pasaba cuando llegaste a Rosario y mirabas a nuestro río. Sólo espero que no me dén más ganas de volverme cuando me pase eso…

Te extraño mucho, Ernesto. Espero volver pronto, porque quiero verte. Y espero que cuando leas esta carta, si te llega, estés un poco menos serio que la última vez que nos vimos.

Ti voglio benne con tutta l’anima!

Tu Helena.

domingo, 12 de octubre de 2008

A perpetuidad


El 12 de Octubre es una fecha más en el calendario de los feriados nacionales. Con pocas excepciones, pasa desapercibida bajo el pensamiento de que es un día menos de rutina, un día menos de esfuerzo. Se acepta como un bache en las clases, el trabajo o las actividades, y no parece merecer ninguna reflexión particular. Es un día de descanso negociado, que hasta ocupa la agenda del Congreso; es un tema obligado de las actividades temáticas de la educación general básica.

No es extraño, en el marco de un país donde los días festivos se celebran en las fechas de ciertas muertes. Tampoco parece extraño que esta fecha nos haya llevado a una costumbre ciega, que como lo oficial, aceptamos sin pensar demasiado. Es menos insólito todavía que hayamos aceptado como “Día de la Raza” al 12 de Octubre, aún en la vigencia de la igualdad ante la vida, y de la igualdad como personas ante la ley.

Lo que se sabe del 12 de Octubre es que se conmemora el encuentro entre dos culturas. Se aplaude que América recibió un gran legado cultural, que recibió el avance de la civilización; se concede que Europa pudo haberse nutrido del arte, del ingenio nativo. Se festeja el intercambio, la fusión, el contacto entre dos mundos. Se celebra la unión entre los dos pueblos. América saluda a los recién llegados: América baila de alegría recordando el principio de aquel fin.

Lo que no se sabe bien es que el “Día de la Raza” fue decretado en Argentina por Hipólito Yrigoyen en 1917, tras buscar una festividad que uniera a España y Latinoamérica. Fue un movimiento diplomático en la política de gestos que imperaba. No tuvo mayor trasfondo que aquel objetivo, para el cual se omitió la historia, se olvidó el dolor de los siglos, y se dejaron abiertas las venas de este suelo. Pero la fiesta declarada ni siquiera es entre representantes de ambos mundos: es unilateral, unidireccional, sin dar participación a los verdaderos actores. Nadie invitó a las colectividades, de los que quedaron, a unirse a semejantes festejos.

El 11 de octubre, los indígenas conmemoran el último día de su libertad. El 12, nosotros festejamos el principio de una ejecución en masa.

¿De qué lado de la balanza, entonces, quedó la civilización?

martes, 30 de septiembre de 2008

Pares


Los hechos fueron claros: a nuestro país lo preside la impunidad. Es un castigo saber. Se premia la ignorancia. No existe justicia para los que tienen algo para decir. No hay libertad cuando la ley se usa para guiar al silencio. Y no hubo libertad alguna en esta supresión. Nadie tocó ninguna puerta, ni encontró ninguna traba: tenían todo garantizado. La diligencia era simple: el mensaje también era claro. Las consecuencias las iba a manejar quien ordenó la desaparición.

Se movilizaron centenares de efectos. Las mitades se abrieron, y una parte reaccionó vomitando la rabia de treinta años, dejando sus manchas de ácido en el piso de la democracia. La otra se dividió entre las teorías cínicas, y los peores actos de autocensura desde aquellos tiempos. La ciudad se levantó envuelta en carteles de sangre, llovieron las acusaciones, se dispararon los políticos, los efectivos se movilizaron en la búsqueda. Finalmente se puso un precio a la vida, aumentado las veces necesarias para salvar la creencia de la gente en el sistema.

Y hoy, un cartel solitario en la luneta de un patrullero alerta sobre lo que es volverse insensible, acostumbrarse, cuando las violaciones son constantes y repetidas. Hoy es una marcha, y ayer todo esto fue sólo un recuerdo latente, y mañana va a ser sólo una estadística en un libro de historia. Un hito de la historia oficial, y una denuncia en la de la oposición. Mientras tanto sigue la incertidumbre, y la paciencia se extingue. La esperanza se diluye. Todo muere.

Y van dos años de espera.





DOS AÑOS SIN JULIO LÓPEZ
18 de septiembre de 2008


sábado, 20 de septiembre de 2008

Vínculos


Los Cruces de los Gramas de los Jueves

[?]


PRIMER ACTO

[Venezuela 2111. Ocho y monedas de la noche. En una habitación de piso de madera, donde sopla un chiflete permanente al lado de la ventana cerrada, hay un semicírculo de sillas naranja fluor. Se acomodan en abanico enfrentadas a un escritorio en lento proceso de descomposición. Encima del escritorio, un popurrí de decenas de vasos blancos de plástico, docenas de facturas, paquetes de papas fritas, galletitas agridulces y bizcochos salados. Contra una de las esquinas, una sopressata italiana rodeada de varios pedazos de pan. Abajo, una cafetera con el plástico a medio derretir. Atrás del escritorio, detrás de todos los objetos, el profesor. Frente a él, ubicados aleatoriamente en las sillas, los alumnos.]

Mabel: ¡Oh! (con cara de susto) Cáspita, que me pierdo la reunión de cruzagramas.

Vani: (palmeando sobre el lavabo) Ah, ¡joder!

Ade: Yo no fui el otro día y hoy no voy al taller, pero cuenten conmigo que estoy triste (larga unas bocanadas de humo mientras pinta alegorías)

José G: ¿Puedo ir con Alicia Dacart? ¿O mejor la llevo a la Juana?

Nadu: La función del otro día me encantó. ¡Qué sentidos! (cuenta de forma frenética unas hojas) Hoy traje unas copias manuscrutas porque no tuve tiempo, por la facu, pero...

Nela: (con la mirada en cualquier punto) En el teatro, las manos me transpiraban de poesía (acaricia su cabello)

Micaela: (con voz tímida) Soy la más pequeñita y de la función me fui directo a San Pedro con mi mochilita [a ver una reunión de heavies]. ¿Adivinan quién soy?

Jules: A ver, señores, la situación es sumamente complicada. Lo mejor sería hacer un estudio muy Exhaustivo, y cuando se analice y haya el consenso, podríamos organizar otra salida.

Todos: (a coro) Jules, querida, ¡la resistencia está contigo!

Cris: (deja un momento sus manuscritos) Si hay que asesinar a alguien, no se olviden de mí.

Zaiper: (relojeando su bragueta para ver que no le explote) Qué buen grupete éste (mezcla Pecsi cola con el café) Lástima Mabel, ¡mirá que sos jodida!


FIN DEL PRIMER ACTO


[Idea original: Mabel Loureiro. Intento de adaptación: Jules R.]

viernes, 5 de septiembre de 2008

Expulsados


Hay una escuela primaria perdida en el mundo. Hay un salón lleno de chicos en su caos habitual. Hay grupos dentro del grupo, que se dan la espalda o que hostigan a los que no son de los suyos. Hay parejas dentro del último grupo, que se inclinan encima de una hoja número tres haciendo la tarea. Hay uno de la pareja, desconcentrado, que agacha la cabeza para no despegar la vista del pupitre. En sus manos, que le esconde a su amigo, acaba de caer un papel escrito de forma tosca y de mensaje primitivo.

“No valés nada”

Ese mismo chico se lleva después la nariz de otro. La agresión causa revuelo en un colegio que se vanaglorió siempre por el diálogo y la tranquilidad. La inmediata marginación del agresor y la lástima hacia la víctima no se hacen esperar. Se pone al primero en el escenario del circo de los horrores, se le apunta con un foco al medio de la cara, y se lo interroga como a un adulto. Se lo exhibe ante todos los espectadores, ante el jurado que tiene que aprobar la medida, castigar la falta de civilización, estar de acuerdo con que así no se puede convivir. Ese mismo chico, cegado por la luz y mudo por la condena, destruido, no logra decir que la víctima que sangra era el remitente del papel.

La disciplina es la expulsión. Es el derecho de la mano dura, porque donde todo es materia de prueba, se castigan los actos evidentes y los resultados insoslayables. Lo evidente que está frente a nosotros, lo tangible sobre lo que podemos juzgar a ciencia posiblemente cierta. El escándalo nos entra por los ojos en un solo momento, no por los oídos en una acumulación continuada. En la sociedad del resultado, no juzgamos el armado de la bomba: sólo condenamos el estallido, si es que estalla.

La violencia es un cáncer. Nos paraliza en el peor de los sentidos: el que no tiene remedio. Siglos de tiempo nos dicen que la historia no se enseña por los períodos de paz, si no por los hitos de guerra. Estamos convencidos de que el hombre fue nacido para la agresión, y que la sociedad existe para detenerlo; porque si no, en la ley de la selva donde sólo el más fuerte sobrevive, la violencia es el único método del poder. Y nos aferramos a esta estructura falaz para quedarnos tranquilos de que eso nos evita vivir bajo un estado de naturaleza, desprotegidos de la locura ajena. Somos paranoicos de aquel miedo físico.

¿Y qué hacemos con lo demás, entonces? ¿Qué hacemos con la violencia que no es tangible como la sangre o como una trompada? ¿Vale todo, mientras no nos pongamos las manos encima?

“No valés nada”

La viveza civilizada de agredir sin dejar pruebas físicas es uno de los inventos más funestos de la humanidad. Es uno de los productos más acabados de la civilización, que se ampara en las apariencias y en los límites de tolerancia de la convivencia, donde todo es relativo excepto una nariz sangrando o un ojo en negro. Donde la libertad de elección es tanto un derecho como un deber, porque al tener la capacidad de elegir qué hacer, se presupone que siempre somos capaces de elegir la civilización. Atrás se quedan, enredados en esta falacia, los límites que se desbordan ante el dolor. Atrás queda el entendimiento de que existen circunstancias de igual o peor calibre que un golpe que hace sangrar. Pero es que mientras la herida no esté allí, puede ser que no exista; hay que ser objetivos en el análisis, apegados a la realidad. Si no está allí, podemos dudar que haya estado.

¿Cuánto vamos a tardar en ver la violencia psicológica, la agresión moral? ¿Cuánto más vamos a seguir hablando de paz por la falta de bombas, mientras en el interior de las fronteras se libran las peores guerras de los milenios del hombre?

Mientras sigamos relativizando todo lo que no sea físico, continuaremos ascendiendo en esta espiral de agresión en la que, como guerra fría, somos soldados todos los días. Mientras continuemos castigando sólo el resultado y no observemos el proceso, seguiremos mandando el mensaje de que todo está bien, mientras seamos lo suficientemente inteligentes para que no se note. Que lo que está mal no es la violencia, es que los demás la vean. Muchachos, sigan con lo suyo, pero entrénense en el sigilo, entrénense en la sutileza: somos tolerantes de que sean hijos de puta, pero no podemos seguir funcionando si son evidentes. Nuestro delicado mundo de instituciones ciegas tiene que reaccionar frente a lo obvio, para neutralizarlo; lo demás, bueno, es parte de la vida, es cosa de cada uno.

La igualdad ante la ley o ante el castigo es una mentira. No hay igualdad posible cuando los criterios que nos rigen no son amplios como deberían ser. No, cuando la autoridad se rige sólo por la causa y el efecto, donde un puño cerrado volando en el aire es causa ineludible de una nariz rota, y el maltrato verbal sistemático de uno hasta otro tiene la posibilidad de no ser la causa del puño cerrado que termina en la nariz rota. No siempre hay justicia cuando la justificación de castigar a uno e indultar a otro se ampara en hablar de que somos libres, de que somos seres con razón, y que como dueños totales de nuestras acciones, podemos elegir a todo momento cómo reaccionar. Sobreestimamos al hombre.

La violencia no debe ser defendida ni alentada. La violencia no debería existir. Pero, como pareciera ser que viene inherente al código genético de la biología del mundo y el esqueleto de la sociedad, tenemos que ser de verdad concientes. Vivimos en un mundo de palos y de lenguaje. Vivimos tanto con nuestro cuerpo como con nuestra razón. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que para la violencia y para lastimar vidas, a veces, da lo mismo una palabra que un kalashnikov?

viernes, 22 de agosto de 2008

La otra


Un día, al ser atropellada en una calle del centro, Helena se dio cuenta que todavía pensaba en ella. Le vino a la mente su cara cuando le decía que tratar con desprecio estaba mal. También, su dedo índice, siempre en alto, poniéndole ejemplos para que nunca se lo olvidara: el hombre que no estrecha una mano ofrecida; el jefe que maltrata a sus empleados sólo por ser empleados. O, finalmente, el conductor que se estaciona en medio de la senda peatonal.

El movimiento del índice se volvió un limpiaparabrisas. Cayó la lluvia torrencial sobre el asfalto, y le hizo sentir el aroma del invierno. Le volvió aquella vez en que Helena había estado en cama, gracias a una gripe que se había contagiado en la escuela, y había nevado en Buenos Aires. Mientras Helena trataba de mirar por la ventana aunque sólo veía blanco, ella había salido desabrigada a la calle. Había vuelto con las manos violetas, una montaña de aguanieve para regalarle, y una gran sonrisa. Ella parecía revivir en el frío.

La nieve se escurrió en sus manos sin sensibilidad. A lo lejos, el sonido de alguna campana de cobre anunció el final. Ella tenía que pasar a buscarla por el aula donde Helena la esperaba, siempre en soledad, porque todos ya se habían ido. Pero el tiempo pasaba, como si fueran años, y ella no llegaba. En la espera, todo se había vuelto oscuro; y recortada en la penumbra, paciente, Helena dibujaba su cara con tizas de colores.

La roja se partió cuando escuchó su voz. Ella siempre había tenido un tono agradable; pero ahí se lo escuchaba extraño, ponía la piel de gallina, como una uña quebrada acariciando un pizarrón. Helena nunca lo había percibido así; sintió la preocupación destruirle el pecho. Y antes de darse cuenta la buscaba en la oscuridad, usando sus palabras de brújula, mientras la llamaba a gritos.

Los sonidos se juntaron y se derramaron, colmando el recipiente ya al borde de su resistencia. Unas manos frías terminaron por romper las paredes de cristal. Y entonces, sólo entonces, Helena se derramó sobre esa cama de sábanas blancas, y abrió los ojos al cielo de cemento.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Cuentagotas


[A A. ]

Habían perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaban juntos; ni siquiera él había contado los días desde la primera vez que se habían visto. Se había pasado todo muy rápido desde ese momento, hasta desdibujar la precisión de los calendarios. Tampoco tenían idea de hacía cuánto convivían; quizás un vago recuerdo de una fecha inexacta, alguna certeza asociada con un objeto, o con un viaje. Pero los dos sabían, con hora y día exacto, la última vez que habían hecho el amor.

Se paseaban por la casa como fantasmas, sumidos en aquel letargo somnoliento de las obligaciones. Con las cabezas bajas y los ojos en alto, hacían que sus días transcurrieran en una normalidad que siempre habían evitado. Pero por algún motivo, cansados de todo y hasta de sí mismos, habían dejado de buscar en el otro el quiebre de la rutina. Estaban abandonados a un sentimiento que nunca habían experimentado entre ellos, una distancia densa llena de angustia y hastío. Él pasaba cada vez más tiempo encerrado en su trabajo; y ella, cada vez, estaba más horas fuera de la casa.

Se cruzaban a menudo, siendo ambos habitantes de un mismo encierro, pero sus conversaciones se resumían a palabras de rigor. Él le contaba demasiado, sin que nadie preguntara detalles, y ella cada vez iba hablando menos, incluso cuando se lo pedía. Al final, sus cruces eran como monólogos sin ninguna conexión, y aquello empezó a dolerles. Ante el dolor, empezaron a sentirse atrapados. Entonces, cada vez que uno decía algo, el otro parecía dispuesto a echárselo abajo, en un intento de escapar.

Así, dejaron de escucharse y llegaron al silencio absoluto, el de las palabras vacías. Pasaron a ser viejos desconocidos, durmiendo en el mismo lecho de espinas. Se aferraron a la compañía de su soledad, y se sintieron convencidos que ninguno tenía ganas de hacer nada por la situación. Se miraban desde lejos al cruzarse, a la expectativa de que el otro les dirigiese la palabra; pero ninguno hablaba. Terminaron creyendo en la máxima que les había enseñado la vida: que lo bueno de vivir en el silencio es que cuando uno aprende su lenguaje, la falta de palabra deja de doler. Y dejaron transcurrir el tiempo, cada vez más cansados, hasta que creyeron haber perdido lo que los había unido, y haber dado paso a que los consumiera la costumbre.

Un día, ella entró a la habitación que debía estar vacía. Él, que ya no dormía en su cama, trató de no mirarla mientras terminaba de vestirse. La piel les ardía de la falta de caricias, y las agujas de la falta de atención les agujereaban el pecho. El orgullo primero, la costumbre después, y finalmente el miedo, les había paralizado e impedido preguntar. A esos metros escasos, con la figura de ella recortada desde el marco por la luz a sus espaldas, supieron que habían llegado al límite. No quedaba nada más.

- ¿Quién fue? – preguntó ella, y se le quebró la voz altiva -. ¿Quién fue el que dejó que cayéramos en esta mierda?

Él sintió los ojos arder con fuerza al recorrer la figura de la que había sido su mujer. Las lágrimas que le invadían la cara parecían gritar que lo seguía siendo. Y no supo qué decirle, no encontró respuesta a semejante pregunta; sólo se aflojó y cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos, y dejó explotar la tensión. Habían sido ambos. O sólo las circunstancias. O ninguno.

Lo último que vio fueron los pies de ella, sus pasos ágiles, dejando el marco.

lunes, 18 de agosto de 2008

Espiral


Gritás “Auxilio” cuando te encontrás con el borde; y yo, como siempre, no estoy atrás tuyo. Todavía estoy corriendo, saltando ramas y pateando piedritas; tratando de seguir tus huellas que, con mis pasos tan cortos, me parecen la caminata de un gigante. Me retrasó el hundirme hasta la rodilla en un charco de barro, y vos no te diste cuenta, porque nunca mirás atrás.

Levanto la mirada mientras me acerco, y creo que vos hacés un equilibrio precario allá. Desde tanta distancia, y con la vista nublada y la taquicardia, no puedo jurar nada de lo que estoy viendo. Un parpadeo, y te hamacás en tus propios cuernos; al otro, a lo lejos se terminan de desdibujar las montañas, y tu carcajada hace que los árboles se tambaleen. Tengo miedo de llegar tarde, y sigo corriendo sin mirar al piso, mientras la gran imagen se volatiliza y yo voy perdiendo cada vez más detalle.

Sin darme cuenta, de repente, estoy a tus espaldas. Vos tenés la mirada perdida en el río debajo del desnivel, y la posición de un equilibrista experto. Yo parezco un perro gordo, pero muerto de hambre, que ha visto el último hueso del mundo. Vos estás al borde de la cornisa, impecable pero en peligro, y yo estoy ahí atrás, todo un desastre para salvarte. Las diferencias entre nosotros siempre estuvieron así de marcadas.

Dirás “Ayudame”, y me imagino que sonreirás al saber que habré llegado a tiempo. Yo también estaré sonriendo, al ver que no te has caído antes que yo llegara. Así, ¡por fin!, podré ser yo quien te empuje al abismo.

viernes, 25 de julio de 2008

Fuga


- Disculpe, ¿podría darme asilo esta noche?

Jérôme había estado escondido, sentado atrás de unos árboles, durante todo el día. Había permanecido en silencio, agazapado, con el anotador en una mano y la pluma en la otra. Todavía mareado, había escrito todo lo que recordaba, antes de haberse visto obligado a desaparecer.

El campesino se tocó el sombrero, sin decir nada. Apenas miró al joven frente a él: cuando olió la sangre, le hizo un gesto con la mano y empezó a caminar dándole la espalda. Jérôme cerró bien su bolso, movió un poco la cabeza, y lo siguió en silencio a través del campo.

- Esa curva... Muy peligrosa - dijo el campesino, sosteniendo la puerta del rancho, para que Jérôme pudiera pasar -. Van muy rápido. No es el primer accidente.

Jérôme lo miró a los ojos: sostuvo la mirada lo suficiente para que pareciera que estaba asombrado. Después, se sacó los lentes y se frotó los ojos con fuerza. Por supuesto que no era el primero, ni sería el último: pero eso no había sido un accidente.

No respondió. Se pasó los dedos por la cara, sobre la barba incipiente, y los bajó llenos de sangre. Era fresca: no era de la sangre que manchaba toda su ropa, de correr cuerpos. Antes de que pudiera asombrarse por continuar herido, el campesino le alcanzó una venda rudimentaria y un recipiente con agua. Jérôme agradeció con un gesto, volvió a calzarse los lentes, y se mojó la mejilla.

*

Sabía que le observaba. Le había estado mirando todo el día, mientras movía el tractor, desde el alba. Jérôme, que no había podido dormir ni un minuto, había sacado el anotador de nuevo; se había ido a un lugar apartado, lejos de cualquier ventana, y se había puesto a escribir. Quería terminar lo del día anterior; y después, tenía que mandarle una carta. Sabía que ella no tenía idea en cuál de los micros iba él: y la incertidumbre, sabían, era más desgastante que la muerte.

El campesino había hecho pocas preguntas. Jérôme había respondido las suficientes para que no quedase pegado a él. Y el otro, hombre recto y simple como uno de los árboles de su quinta, había vuelto a su rutina como si nada pasara. Ahí estaba en ese momento, trabajando, recortado contra el atardecer, mientras Jérôme sacaba un atado de cigarrillos, encendía uno, y se inundaba de humo.

Permanecieron así un rato, el campesino con la tierra, el otro mirando en silencio el atardecer. Al final, Jérôme sacó una pluma y, de pie, empezó a escribir la carta.

Estoy bien. Pero esto no fue lo primero ni va a ser lo último. Llevale esto a Durruti y quedate con él. Preciosa, si vinieron por nosotros acá, entonces allá estarán...




[a S.S.G.]

jueves, 17 de julio de 2008

Sin patria


Cuando le preguntabas por su nacionalidad, él sonreía. Se sacaba los lentes, se frotaba los ojos con paciencia, y se los volvía a poner. Te miraba a ojos, como si fuera una pregunta tonta o de respuesta obvia; y cuando se daba cuenta que no lo entendías, se reía. Sonreía más. Entonces, te comentaba que él no creía en las fronteras de los países; pero que además, no sentía pertenencia a ningún lugar. Que siempre había sido un extranjero, incluso en la tierra en la que había nacido.

Si le preguntabas por su profesión, o mejor por su vocación, él decía que era periodista. Recién ahí a vos te cuadraba el pelo corto y despeinado, la ropa informal, el bolso con la correa cruzándole el pecho y esa mirada directa a las pupilas. Y antes que pudieras preguntar dónde, él te contaba que se había vuelto independiente hacía un par de años; lo decía entrecerrando los ojos y sonriendo apenas, como acordándose de algo.

No necesitabas preguntarle su edad: de sólo verlo una vez, podías adivinarla. Siempre llegaba a vos con el casco abajo del brazo, caminando con la agilidad de un deportista entrenado: se desabrochaba la campera, acomodaba el bolso y dejaba que empezara la charla. Podían hablar de cualquier tema; él siempre le ponía igual pasión a todo. Pero cuando se empezaba a hablar de la verdad, las ideologías, el poder y la política, le empezaban a brillar más los ojos.

Si le preguntabas si era soltero o estaba en pareja, se le iluminaba más la sonrisa. Hasta ese momento, te hablaba con su tono grave y su dejo de sensualidad; a partir de ahí, hasta el tono le cambiaba. Sonreía: te decía que estaba perdidamente enamorado, y que “pareja” le quedaba chico a ella. La había conocido en Rosario, muchos años atrás, y habían estado juntos en la resistencia. Siempre hacía un momento de silencio, mirando a la nada y sonriendo ampliamente, como perdido en algún recuerdo: después volvía a la charla, como si nunca se hubiera ido.

Y cuando le preguntabas qué era eso de la resistencia, él siempre te miraba a los ojos unos segundos; con un dedo, se tocaba suavemente una cicatriz pequeña en la cara. Entonces, te decía que la verdad y el poder podían ser uno solo, si no había quienes lucharan contra eso, y si no había quien quisiera una verdad lo menos corrupta posible. Que el poder ya jerárquico no servía, pero que peor todavía era un poder de facto. Vos lo mirabas, preguntándote si realmente te lo podías imaginar con una bomba molotov en la mano, y él sonreía ante tu silencio. La misma sonrisa de cuando le preguntabas por su nacionalidad.

Al final, no se te ocurría nada más para preguntarle. Te lo quedabas mirando, y te parecía que los ojos verdes atrás de los lentes te traspasaban. A diferencia de vos, él no te preguntaba muchas cosas: tenía otras formas de saber lo que quería. Vos nunca te sentías interrogado. Y después cuando se iba, porque siempre tenía algo que hacer, te sonreía; y antes de perderse entre la gente, te saludaba con un perfecto au revoir.


Jérome Fernández
[ a S.S.G. ]




viernes, 11 de julio de 2008

Imperativo sobrevivir


Si vos hubieras dicho algo, sabés que te habrían fusilado. Por eso, como ya pasamos ese momento, quedate ahí quieto y acurrucate. Dejame a mí hacerme cargo de este silencio. No te muevas para nada mientras yo me muevo por los dos. No hagás caso a las voces que preguntan si te encontré. Bajá la cabeza, pero no bajés los ojos. No dejés de mirarme, mientras les grito una mentira.


Si no me hubieras mirado, yo te habría disparado. Pero respirá tranquilo, porque ya no puedo voltearte. Ellos tampoco. Cerrá los ojos, y por unos segundos olvidate de todo. Escuchá cómo cae la lluvia, y cómo suena el seguro del fusil. Dejame mirarte mientras temblás lleno de barro, arañado por las ramas. Pero no me digás nada: no podés hablar. No ahora.

Si no te hubieras callado, yo habría terminado muerto. Recordá los cuerpos que pararon las balas que iban a vos. Una palabra tuya me hubiera hecho caer en esa misma pila. Mordete los labios, así como lo hacés, y date cuenta de lo que acabo de hacer. Y de lo que acabás de hacer con tu silencio. Así que no me preguntes nada, levantate como puedas cuando me vaya, y date cuenta de que nunca te vas a olvidar de mí. Yo nunca me voy a olvidar de vos.

Y si no hubiera estado la guerra entre nosotros, habríamos sido amigos.

jueves, 3 de julio de 2008

Deus Ex Machina

En un principio, fue la máquina.

El mundo cambió por completo. No porque el mundo se hubiera enterado de la existencia de la máquina; si no porque, en los siglos que fueron luego, se supo que el tiempo apareció a partir de ese momento. Para cuando se creó la máquina, el mundo no era nada, y después de la máquina, el mundo pasó a ser todo; pero eso también se supo luego. En el momento de su creación, la máquina apareció, simplemente.

Fue vendida como procesadora de sueños: las necesidades y esperanzas se metían por un sitio, y por el otro se suponía que salían los productos procesados, bonitos, listos para comer. Se activaba sólo con hablarle un poco. Hasta ese momento, las máquinas anteriores habían fracasado en el mercado: ninguna lograba un producto con buen sabor, o que se pudiera digerir del todo. Su llegada fue tal revolución que las otras máquinas quedaron desplazadas casi de inmediato, fueron relegadas al exilio, aunque se les permitió coexistir; a fin de cuentas, había muchos masoquistas que seguían prefiriendo los productos de esas, y no de esta nueva.

El mercado se puso de cabeza. Los seguidores de la máquina empezaron a acosar a los seguidores de las máquinas anteriores; se montó en un fanatismo insoportable en el que nadie lograba ponerse de acuerdo. Empezó el debate sobre cuál era la mejor forma, cuál era la imagen más linda, cuál debía ser su color. La discusión sobre cuál era el mejor manual de instrucciones enemistó a los fanáticos más ortodoxos. Esos mismos se dividieron después entre los que creían que la máquina estaba bien sola, los que creían que le faltaban dos accesorios más, y después entre los que les gustaba más el accesorio que la máquina y los que seguían al original a toda costa.

Me dijeron que, con el tiempo, la máquina se fue perfeccionando. Pasó de ser una simple procesadora a ser usada como lente. Pasó a estar en todos los ojos, en todos los bolsillos y todos los cuellos. Ayudó a muchas personas desorientadas a ver nítidamente al mundo, al mismo tiempo que su manual de instrucciones los guiaba, y seguía procesando sus sueños. Fue impuesta como obligatoria durante muchos siglos, alcanzó la gloria total del mercado, y parecía que nunca habría otra máquina que fuera a destronarla en las ventas.

Y al final, un día, la máquina fue destronada por una razonadora de sueños.

Entonces empezó a venderse como antigüedad. Restringieron los puntos de venta a los sitios de siempre, y dejaron de ofrecerla en las calles. Los fanáticos que no sucumbieron ante la nueva razonadora, se separaron todavía más. El imperio de la máquina empezó a debilitarse. Terminó siendo apartada por completo, aunque mantuvo su vigencia entre los suyos que, sin importar sus cambios, seguían ciegamente su nombre. Siguió latiendo allí, procesando los sueños y sirviendo de consuelo al mundo, que recurría a ella como último recurso cuando la razonadora se rompía, o nadie podía arreglarla.

Todo eso me contaron. Yo la compré esperanzado, cuando me di cuenta que la razonadora no me servía para todo. Traté de usarla, leí los manuales, hablé con los expertos, pero no logré ponerla a funcionar. Así que la metí con todo en una caja, con accesorios y manuales, y fui al edificio a donde me la habían vendido.

- Usted me deberá perdonar – le dije al vendedor -. Pero esta máquina no me sirve para nada.

- No se preocupe – me contestó, sonriendo -. Puede dejarla acá hasta que quiera volver a buscarla… Sabemos que en algún momento le va a ser útil. Los siglos hablan. Todos vuelven.

jueves, 26 de junio de 2008

Distancia

Y acá estoy yo, y ahí la hoja; y yo sigo estando acá, así de lejos.

Vengo preguntándome el porqué de este bloqueo desde hace mucho tiempo. Pienso en haber escrito una maravilla que nunca pude soñar. A veces me enfrasco en la búsqueda de la originalidad, la ruptura del status quo, y me olvido de mi placer. Y yo sé que no me muero por lo original, sólo me gusta el papel. Sólo me gusta exponer una inspiración fugaz, y no más que un suspiro de mi tiempo. Odio forzarme a las letras; odio el cansancio de mis manos. Me gusta hablar, no que me aplaudan.

Cada párrafo es un corte, es un cuchillo revolviendo lo que queda de mí. Me exprime la carne para sacar de mi sangre el último jugo que queda, lo que chorrea de mi energía. A cada línea se hace más evidente la falta, y yo me pregunto por qué sigo con esto, y me detengo a ver por qué sigo caminando en este pantano, si confío tanto en volver a caminar sobre esa agua o es que no me importa ahogarme. Cada palabra es un parto, se lleva una parte gestada dentro de mí, me abre el cuerpo hasta el límite y me saca lo que estuve guardando tanto tiempo, esperándolo; pero esto es como una cesárea, yo soy mi propio bisturí, y me abro en canal con tanto dolor como si cortara con el capuchón de una lapicera, y me dejo desangrar sólo mirando, como si existiera algo superior a mi propio sufrimiento.

Entonces me pregunto de nuevo el porqué de esta tortura. Cuándo fue que dejé de disfrutar mis miserias. Me muevo agitando este horror paralizante; el miedo al ridículo, el temor a no volver a ver a mi deseo. Y son muchas las cosas que no tienen más sentido que esto: y son todas las que me presionan por todos los lados, me rompen la cabeza, me patean mis partes sanas, y terminan enfermándome como preguntas sin cura.

La hoja sigue allá, y yo sigo acá. Y por orgullo, sé que no voy a ser yo quien dé el primer paso.

miércoles, 18 de junio de 2008

Sobre Marumba

Marumba era aquella por quien todos estaban perdidos. Empezó siendo una imagen, casi una idea de papel; pero con el correr del tiempo, se había hecho cada vez más conocida, cada vez más buscada. Era perseguida por el amor de todos y el odio de aquellos, los desvelaba su solo pensamiento. Despertaba los deseos más puros, y las pasiones más perversas.

Marumba se hizo famosa. Salió en todas las tapas; fue publicada en demasiados libros. Ante los que sabían buscarla se abría como la mejor de las amantes, y permanecía altiva e impenetrable para los que sólo querían ultrajarla. Eclipsó a todas las demás de su época, y se alzó con la corona de reina negra, aunque su rey protector ya no existía. Jugó siempre en desventaja, se construyó desde abajo hasta la fama, y salió a defenderse con toda su carne cuando quisieron censurarla.

Marumba resistió la miseria. Siguió perdiéndolos, pero cada vez publicada en menor calidad. En un momento, dejó de tener tirada, y se transformó en una belleza de boca en boca. El secreto sólo engendró una leyenda: hizo de sus huesos un esqueleto de metal, de su piel sacó las frazadas más calientes, y transformó su voz sensual en los gritos más temidos. Extendió su nombre por todos lados, atrajo a sus amantes más fieles, y despertó a sus rechazados más violentos.

Marumba fue madre y se quedó sin hijos. Sufrió la esterilidad de parir y que muchos murieran en sus brazos. Sufrió la grandeza de su fama cuando los que le quedaban tuvieron que desconocerla. Sus amantes le dieron la espalda, pero siguieron mordiendo sus almohadas por ella; y alguno que la amaba, quizás alguno, se suicidó abrazado a su recuerdo.

Marumba simuló su muerte ante los embates. Su tumba tuvo una lápida con palabras en inglés. La internaron en un psiquiátrico en decadencia, como a toda carne vieja que ya no sirve para nada. Sólo fue por poco tiempo. Pero cuando la dejaron ir y volvió a aparecer en las tapas, a ser publicada en muchos más libros, ya había perdido su rumbo. Sus últimos años los pasó en el olvido de los que ya la reclamaban como muerta.

Marumba era aquella por la cual todos terminaron perdidos. Y todavía hay quienes la siguen buscando, sospechando que no la mataron, y que sólo está desaparecida.

jueves, 22 de mayo de 2008

Elementos

Martillo, verdugo de los dedos,
roza con su cabeza de piedra
la cabeza del alfiler de metal;
lo dobla y somete
como el aliento del aire
hace con la luz de la vela,
que intensa como una estrella
la acerca a su final.

Tornillo, y toda su vida girando
como un dado que no encuentra su cara;
de plata como un romance de luna
atraviesa las paredes y agarra,
como diente en una mordida,
los huesos de madera de casa.

Cuchillo, la idea más fría,
y el invitado que nunca falta
a la fiesta de la mesa,
siempre a la vuelta del plato.
Es agujero en potencia
y sutil pista para el ojo,
que no ve el corazón roto,
pero huele las formas de la muerte.

Baúl, y su sabor a viejo;
su olor al agua de mar
y a los médanos de arena,
por los cuáles fue arrastrado un día
cargado por manos sin guantes.
Pasajero de quinta clase
de un viaje eterno sin cama,
se agarró de estas tierras tan nuevas
como una maceta sin raíces
que sigue a su árbol.

Ojos, suenan como campanas
y calientan como soles
en la alegría del ser;
y crepitan como fogones
en la cercanía a morir.
Ventanas abiertas a otros
cuando los labios no son
más que puertas bloqueadas;
tazas donde tomar tu cariño
y ollas donde hervir tu rencor.

lunes, 12 de mayo de 2008

El crimen de J.A. [versión II]

SOBRE LOS DICHOS DEL EMPRESARIO J. A. RAVENNA

A ver, señores. Me están jodiendo, ¿no? Un tipo aparece muerto en “circunstancias confusas” metido en su oficina, y me citan a declarar. Me pregunto cómo se les ocurrió semejante cosa. ¿Hay alguna de las circunstancias “confusas” que me apunte? ¿Cuál es el motivo por el que estoy involucrado en todo esto? No. No tenía una relación con el tipo este. ¿Araujo, era? No, ninguna relación con Araujo. ¿Por qué iba a tenerla? Sabía que era el presidente de esa empresa, pero nunca hablé con él directamente. El rubro de su empresa no tiene nada que ver con mis negocios. Me dedico a oportunidades financieras, no a invertir en estupideces. Verán también, como les surgirá de sus investigaciones (por Dios, no pueden ser más estúpidos), que ni los negocios ni la empresa de Araujo me influyen en lo más mínimo, ni para bien ni para mal. Les digo esto, por si todavía se les ocurre considerar, que me convenía que “desapareciera del mapa financiero”.¿Qué por qué se me ocurre eso? ¡Vamos! Aparece muerto un empresario, y están citando a declarar a otro empresario. Dos más dos, señores. O creen que yo me cogía a la mina del tipo, o creen que me convenía que se borrara del mapa. Ninguna de las dos cosas: su existencia no me afectaba, ni tampoco conozco a su mina, ni a su amante, ni a su secretaria, ni a la empleada de limpieza. Y el tema de los celos y la histeria no son lo mío, como pasa con las mujeres. ¿Por qué no las citan? ¿Prefieren primero una declaración sin histerias en el medio, o quejas de maltratos o de abandono, o alguien que no ande llorando o lamentándose por lo que pasó? No, no lo lamento. Como les digo, no tenía relación con el tipo, saber que está muerto no me hace sentir nada en particular. Pobre tipo, pero nada más. ¿Cómo decían que había muerto? ¿De un paro? ¿Y piensan que fue un homicidio? Deberían primero probarlo y después molestar a la gente. Seguramente hay muchos para que los citen y les hagan perder el tiempo como a mí. Y es verdad que voy a perder más tiempo si no les digo lo que quieren escuchar. ¿Qué estaba haciendo esa noche? En la noche de esa fecha que me dijeron, yo en una orgía. Tendría muchos testigos muy dispuestos a comprobar… Ah, no, eso fue el día anterior. Esa noche estaba trabajando en mi despacho, en la misma dirección y lugar a donde me fueron a buscar sus colegas. Estaba solo. El único en el edificio era el guardia de seguridad, del horario nocturno, que me vio salir. Me fui alrededor de las dos de la mañana. No pasé ni por casualidad por ese edificio donde me indicaron al principio que estaba el muerto. No queda en el camino a mi casa, pueden chequearlo. Y no me hubiera dado tiempo, ya que llegué a mi casa sobre las dos y veinte, cuando usualmente tengo media hora de viaje. Y no. No tenía relación con Araujo. No me cogía a la mina. No me afecta que haya desaparecido de los negocios. No soy su socio como para que eso me pueda beneficiar, ni beneficiario de ningún seguro de vida, y mucho menos soy un heredero. ¿Me ven cara de heredero? No, me ven cara de pelotudo. Miren. Ya les dije todo lo que tenía para decir. Tengo unas reuniones a las que no puedo faltar, porque ahí sí, si esas desaparecen o se arruinan, voy a tener problemas. Señores, a su disposición, y que tengan un buen día.

domingo, 27 de abril de 2008

Las manos

[original]

Los guantes son como las manos sin huellas digitales: son como caricias que no tienen persona que las haga, aunque tengan persona a la que llegar. Poner un guante es como poner una mesa, una distancia con o sin sentido entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. El guante es como la distancia física, aunque sea estar al lado de otro, o al lado de otra, o de otra cosa.

Siempre está la imposibilidad de mentir con los guantes, que son como una mesa entre dos personas que se miran frente a frente. Están a la vista, y no hay forma de esconderlos a los ojos de los otros; no hay mentira que valga que intente esconderlos de esas miradas. Los guantes no son como los escudos de la mente, que pueden mentirse cuando hay cosas en las que uno no quiere involucrarse, y puede hacer diálogos profundos sin comprometerse de nada, sin poner su huella. Uno puede revestir la palabra de terciopelo, de lana o de cuero, y puede ser más o menos distante sin que haya prueba a la vista de eso, sólo una percepción que puede ser de la inseguridad del otro. Pero uno no puede engañar a la vista, cuando uno toca, uno estrecha, o uno levanta la mano enfundada en un guante. El mensaje es claro: el aislamiento, por el motivo que fuere, la distancia, es concreta.

A lo largo de la historia, los guantes siempre fueron usados para protegerse y como símbolo de lo oculto, como símbolo del gusto, como forma de evitar las impurezas. El frío, lo áspero o lo hiriente, siempre fueron excusas para no entregar las manos desnudas: el guante es la coraza de lo vulnerable. En la batalla, en lo helado, en lo social. O en la fría batalla de lo social.

Todos llevamos guantes, aunque ofrezcan las manos desnudas para estrecharlas. El lenguaje es un guante. Las palabras son aquel guante que encierra nuestros sentimientos. Vivir en la época de la imagen del mundo significa que somos educados para tener guantes todo el tiempo, en todas nuestras relaciones, y tocar siempre a través de una textura invisible todo lo que nos rodea. El raso, la seda o el nylon, al lado de eso, son sólo ilusiones.

Y entonces, aquella libertad de verse sin guantes y moviendo las manos limpias, no es más que un sueño. Nuestros propios sentidos filtran los sueños a través del guante de nuestra memoria. El único momento en que estamos exentos de tocar a través, de vivir a través, es el instante donde no encontramos cómo decir aquello que creemos sentir. Los guantes, entonces, no serían más que un adorno trivial, y de verdad sería una elección nuestra llevarlos.

Por eso, la próxima vez que me dés la mano, no importa que te saques el guante para un instante de sinceridad. No sirve. Tu gesto es lo que importa. Y yo… Yo te entiendo.

...::://~*~*~*~*~*~*~*~\\:::...

[cuasi-prosa poética]

Los guantes son como las manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, distancia entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. Distancia física, aún al lado.

Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos de la mente, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el aislamiento, la distancia concreta.

Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado. En lo social.

Todos llevamos guantes, aún con las manos desnudas. El lenguaje es un guante: con las palabras, recubre nuestros sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.

Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.

...::://~*~*~*~*~*~*~*~\\:::...

[cuasi-revisado]

Los guantes son manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, como distancia entre una piel o una textura; o un aliento, quizás una idea. Distancia física, aún al lado.

Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos del pensamiento, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el apartarse, la distancia concreta.

Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado.

Siempre llevamos guantes. El lenguaje es un guante... recubre los sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.

Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.

lunes, 14 de abril de 2008

La nena

La nena aburrida se tiró una vez más de las colitas; y después, decidió saltar del sillón y empezar la búsqueda.

De la mesa, trató de agarrar el papel y la lapicera, pero no alcanzaba. Los manotazos tiraron todo: la nena se agachó a mirar al piso, y trató de encontrar el dado. Gateó dejando rayones en las baldosas blancas, pegando la cara contra el piso, pero el dado no estaba en ningún lado. El living blanco no la ayudaba a encontrar al cubito blanco de puntitos negros.

La nena se levantó desalentada, y revisó el lugar con los ojos grandes como binoculares. Miró al techo buscando el dado, pero lo único que vio fueron esos cuadrados negros chiquitos de donde salía luz. Abrió más los ojos, asombrada. Nunca se había dado cuenta que ese lugar podía ser un dado gigante, y que alguien estuviera jugando con ellos como ella jugaba con el dado que buscaba.

Decidió seguir buscando. Volvió a la mesa, se puso en puntas de pie, y trató de espiar. Con alegría vio que la lapicera había quedado justo en el borde, así que la agarró y se la metió en el bolsillo. No se dio cuenta que estaba pisando el papel, que se había caído. Sí se dio cuenta que acababa de patear el dado; se agachó, sonrió, y lo agarró también.

Caminó en círculos por el living. Seguía aburrida, y no había encontrado lo que estaba buscando. Salió de ahí mirando a los costados, como si fuera a cruzar la calle, y empezó a caminar por un pasillo que no conocía. Su bolsillo empezó a llenarse de tinta azul.

Fue saltando entre las baldosas, jugando a no pisar las líneas. A los tres saltos se aburrió y siguió caminando en silencio, el desliz de sus zapatos como único sonido. Empezó a contarlas, y entonces fueron susurros los que la acompañaron. Palabras que para ella tenían mucho sentido, aunque no sabía contar. Más sentido que la voz que se empezaba a escuchar, cuanto más avanzaba.

La nena jugó al oficio mudo, y se escondió rápido de alguien que no estaba. Creía escuchar una voz, pero esa voz no estaba diciendo nada. Parecía la voz de un loco, aunque también parecía que tenía música. Esperó un minuto, a ver si el silencio volvía: pero el loco y la música seguían ahí, muy suaves. Como muy lejos.

Salió de su escondite en puntas de pie. Se rió para ella. Para no hacer ruido se tiró al suelo, y gateó en dirección a donde escuchaba al loco, lo más rápido que podía. La música era cada vez más fuerte, pero seguía escuchándola muy lejos. Tan lejos como para pensar que podía venir del cielo. Y quizás, pensó la nena, esa puerta de la que salía la música era la puerta del cielo.

Y si eso era el cielo, ella quería entrar. Siempre soñaba que tenía alas y podía volar.

Se estiró todo lo que pudo y se agarró al picaporte antes de caerse; la puerta resistió, intentó abrirse, y siguió cerrada. La nena hizo un puchero a ver si le daba lástima a la puerta, pero no pasó nada. Lo único, el loco y la música dejaron de escucharse después de un sonido metálico.

Intentó una vez más. La puerta no quería escuchar sus caprichos. La nena pidió, exigió, gritó y pataleó, pero nada. Al final, convencida de que no querían abrirle, agarró la lapicera del bolsillo y apoyó la punta en la madera. La lapicera sí era buena, era sencilla y redondeada, y sí la dejó hacer lo que quería. Encima de la puerta mala, la dejó dibujar otra puerta de su altura, que sí estaba abierta, y que sí iba a dejarla pasar.

La nena se preparó para intentar pasar por la abertura de las líneas azules. Se tiró de las colitas antes de empezar a correr. Y no llegó a dar tres pasos, cuando la puerta mala se abrió y apareció alguien.

El hombre de barba desprolija la miró alarmado. Sostenía una radio en la derecha y un destornillador en la izquierda. La nena le devolvió una mirada asombrada, incrédula. No se puso a mirar la barba crecida, ni la radio de dos parlantes, ni el destornillador oxidado: inclinó la cabeza y miró a través de la puerta abierta. Pero no vio la escalera para arriba, ni celeste, ni nubes ni dorado: había una escalera para abajo, una pieza limpia pero oscura… y la nena dejó de mirar, con miedo a que de esa oscuridad saliera algo como de debajo de la cama. Al fin de cuentas, ese lugar estaba debajo de la casa.

- ¡Mirá! – dijo el hombre, emocionado, mostrándole la radio. La dio vuelta, con el destornillador movió una de las tres perillas que le faltaban, y después apretó el botón verde. El loco y la música volvieron, sobresaltando a la nena. - ¡Lo logré! ¡Anda!

La nena lo miró con cara de no entender. Pasó la vista del botón verde a la barba del hombre, de la barba a la puerta pintada, y de la tinta azul a su bolsillo. Sacó el dado. Lo miró y se lo ofreció con una sonrisa. El hombre, con un repentino gesto de culpa, se olvidó de la radio y lo agarró.

- ¡Piedra libre! – gritó la nena, y se fue corriendo. Tres días, pero al fin lo había encontrado.

El hombre la perdió de vista. Se quedó quieto. Un minuto después se dio vuelta, tiró la radio de nuevo al sótano y cerró, esta vez del lado de afuera. Se fue por el pasillo, siguiendo a la nena, jugueteando con el dado entre los dedos. La moraleja de la historia era que Rod Stewart no se merecía tres días de la vida de su hija.

martes, 25 de marzo de 2008

El VideoClub de Narradores

I.

Había un videoclub, ubicado en una esquina. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película.
Llovía.
Un hombre entró al videoclub, y se dirigió al mostrador. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. El recién llegado se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.

II.

Había un videoclub, ubicado en una esquina, en el viejo local que había sabido ser una ferretería. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas, pensando por qué tenía que estar él ahí; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, sintiéndose al borde de una gripe, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película cualquiera: no se habían puesto de acuerdo en quién iba a pedir la que de verdad querían.
Llovía a cántaros. La gente corría a sus casas o a los toldos, insultando.
Un hombre entró al videoclub, esperando que ese intento fuera el último, y se dirigió al mostrador; de no tener éxito, abandonaría la búsqueda. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. Entonces, el recién llegado se abrió el piloto y, desesperanzado, le pidió lo que buscaba. El empleado, incrédulo, se quedó mudo de la sorpresa.


III.

Iba al videoclub, ubicado en la esquina. Llovía encima suyo.
Alberto entró al local, y se dirigió al mostrador. Notó que había un nombre mirando películas en las góndolas; que había dos empleados detrás del mostrador, uno acomodando películas y el otro atendiendo; que había una pareja, que pedía una película.
Al ver que se le acercaba al mostrador, el empleado que atendía le dio la bienvenida, mientras su compañero buscaba el otro encargo. Alberto se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.

IV.

Podés oír que afuera llueve, pero vos estás adentro. Sonreís.
Hay un hombre mirando películas en las góndolas. Tu compañero está atrás tuyo, acomodando las películas devueltas. Y adelante tenés a la pareja, que se te acercó para pedirte… una película.
Pasás el título a tu compañero, que se pone a buscarlo. La puerta del local se abre, y ves entrar a un hombre con un piloto, sin limpiarse los pies en la entrada. Estás libre para atenderlo, así que sonreís y le das la bienvenida. El hombre llega hasta el mostrador, se abre el piloto, y te pide lo que busca.
Vos te quedás totalmente mudo de la sorpresa.

V.

Carlos estaba fundido. Caminaba por las góndolas arrastrando los pies, buscando con la mirada y con las manos. Pensaba en lo injusto que era, que después de un día tenso, tuviera que ser él quien saliera corriendo a buscar una película para la nena. ¡Y encima, lloviendo!
Llegó a la góndola de los títulos infantiles, cerca de la puerta. Empezó a mirar las películas, sin tener la menor idea de cuál podía alquilarle. Escuchó la puerta abrirse, y tratando de distraerse de la cruel entre Barney y los Teletubbies, miró al hombre que entraba.
Siguió de reojo el trayecto de agua que dejaban sus pasos; lo compadeció, como se compadecía a sí mismo. Subió los ojos para ver cuán mojado estaba, y se sintió impactado. Se preguntó qué podría haber dicho ese hombre para que el empleado tuviera esa cara de shock.

VI.

¡Te digo, Fernanda! Daniel y yo estábamos muy tranquilos, ahí en el mostrador. Nos había costado decidirnos, porque claro, él es muy macho para muchas cosas, pero para otras… No vaya a ser cosa que creyeran que necesitaba ayuda extra, ¿no? Bueno, estábamos ahí en el mostrador, y nos atendió uno de los empleados, Bruno. Le pasó nuestro pedido al que estaba con las películas, y nos pidió que esperáramos un segundo.
Nos pusimos a hablar con Daniel y de repente, veo que para y mira a la puerta. No llego a darme vuelta, y aparece al lado nuestro un tipo con un piloto. Como nosotros estábamos esperando la película, el empleado lo atiende. ¡Y no sabés lo que le pidió el tipo! Si a nosotros nos sorprendió, pobre Bruno. No sabés la cara que puso después de eso, parecía que le iba a dar no sé qué…

VII.

Él ya estaba muy, muy aburrido del trabajo. Siempre lo mismo: entra película, pone película, pide película, registra película… Toma caja, acomoda caja, saca caja, tira caja a la cabeza del cliente, que no siempre tiene la razón.
Estaba en eso, perdido en esa espiral rutinaria, cuando le pidieron la película. Nombre de película, buscar película, sacar película, dar película… pero antes de poder encontrarla, escuchó la voz de un hombre a sus espaldas. Y lo que pidió el hombre lo dejó sin aliento.
Él logró darse vuelta, incrédulo, para mirarlo a los ojos. No fue capaz de decir nada. Lo mismo que su compañero, que de espaldas a él, se había quedado totalmente mudo.

IX.

Había caminado debajo de la lluvia largamente. Mis pasos no me habían llevado a ningún lado, ni tuve ganas de correr para esperar a que parara. Sabía que no iba a parar, y que la inundación cada vez iba a ser peor. Yo lo sabía: no iba a pasar, a menos que…
Y ahí estaba yo, en mi búsqueda. Tenía que encontrarlo. Vi las luces de un videoclub, en una esquina. Quizás, alguien que había visto tanta ficción, me escuchara. No tenía más que pedírselo, y ver qué tal. Así que abrí la puerta, y entré.
Pasé de largo del hombre de las películas infantiles. Hubiera pasado de largo a la pareja, que quería cine condicionado, pero estaban al lado mío. Me abrí el piloto, sin ningún motivo, miré a los ojos al hombre que podía conceder mi desesperado deseo, y lo pedí.
Desesperanzado, vi su cara de sorpresa, el cómo se quedaba mudo. Decidí abandonar la búsqueda. Si ese hombre no se lo tomaba en serio, ya habiéndolo escuchado antes… ¿quién más?

miércoles, 12 de marzo de 2008

Caricias brutales

Una noche es lo mismo que un día. Es casi el sentimiento de estar en terapia intensiva, pero la agonía no encuentra consuelo en la ciencia si no en Dios. Ni siquiera en Dios, es el pensamiento que acosa su cabeza y limita su razón, mientras las paredes parecen a cada momento cerrarse más sobre él.

Pasa el tiempo sentado en el mismo rincón, ahora solo. Ya ha trazado los caminos que unen todas las esquinas de ese calabozo sin ruidos. El tiempo que no pasa inconsciente, juega con los dedos como si ellos fueran de otra mano. Y el tiempo que sí pasa lo pierde entre sus delirios, deseando dormir más.

Edas araña las paredes sin gritar, sin gritar su tortura. Levanta la mirada sin encontrar el péndulo afilado que siente bajar sobre su cabeza. Ese mismo día ha sentido la certeza de la muerte, y ha deambulado arduamente por su territorio vacío. Apoya la frente contra la piedra, ruega que las manos que van a llevárselo sean gentiles, y de rodillas espera a la señal que lo mate.

Los latidos hacen eco en esa cueva y en sus oídos. Lo mismo que los pasos ajenos que tampoco son de ella, pero que quizás sí son suyos, porque resuenan sólo en su cabeza. La sangre pulsa en la yema de sus dedos. El aire no pasa lo suficiente por su garganta, o eso cree Edas, mientras jadea con el gusto de la piedra y lágrimas en la boca. La resignación no apaga el terror de su cuerpo.

Un sonido ahogado le avisa de la hora. Edas grita por el dolor de las caricias brutales. Sigue sin haber péndulo sobre él, pero siente con nitidez cada corte sobre su carne, cada quemadura sobre su piel. Gime el dolor sus miembros rotos, llora la ausencia perpetua de una hija, y después da paso al silencio. El aire ya no le pasa por las cuerdas vocales que podían recibirlo.

Horas más tarde, cuando por fin llegan los que iban a llevarlo a reunirse con su hija, encuentran su trabajo ya hecho.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Escenario de Escenas

La cortina estaba intacta, apenas agitada. El ruido de lluvia invadía sus oídos, haciéndose único. La luz era estridente, pero apenas atravesaba la niebla que cubría todo. Detrás del velo, no se podía ver mucho más que lo que podía imaginarse.

Ahí adentro, el calor asfixiaba. El frío le subía desde los pies a las pestañas, y le hacía temblar. En el suelo, bultos de colores que habían perdido la forma le servían de islas para los pies. Sin ninguna de sus barreras, todo podía tocarlo; podía hacerle llegar todo. El sabor de limpieza, el aroma de la espuma, la falta de caricia del aire. La cortina, impune ante su mirada, no se movía.

El vidrio a su derecha exhibía reflejos difusos.

Los ecos de ese silencio aumentaban la soledad de esas cuatro paredes que ardían. Los pensamientos de un día gris se disolvían en esa bruma caliente. Sólo le hacía falta un movimiento, correr el telón, y así escapar de esa rutina. Ya le quedaba muy poco de lo que deshacerse.

Si extendía la mano, a la izquierda, podía tocar la pila de esponjas de tela que lo esperaban para después, con el aroma de su suavidad. Si movía el pie, hacia delante, podía recordar la orilla de sus últimas vacaciones.

Su suspiro se confundió con la bruma, quedó perdido en el vapor.

Y él entró a la ducha.

martes, 26 de febrero de 2008

El fortín de cajas

En el fortín de cajas de al lado de mi cama encontré notas: pedazos de papeles de forma irregular, con tintas multicolores, escritos en una diversidad de letras. Me acuerdo que fueron mis manuales para conocer a muchas personas, cuando los susurros en clase nos estaban vedados, y todavía hoy me sirven a veces para cubrir los agujeros negros de mi memoria. Fueron mi pasatiempo preferido, y son piezas del rompecabezas que reconstruye una parte de mi vida.


Encontré cartas. Pocas no tienen fecha, pocas están en sobres. Algunas tuve que pedir que me las leyeran, a los que pude pedírselo; otras las tuve que descifrar como si fueran jeroglíficos de verdad. No todas fueron tan interesantes como los misterios de las pirámides, ni los libros sobre la Atlántida de los que habla alguna que otra; pero cuando agarro cualquiera y leo el primer párrafo, usualmente me siento adentro de mi propia máquina del tiempo. Las leo, y casi puedo sentir la voz de mi remitente, hablando del estudio, hablando del amor y hablando de la inocencia. Repitiéndome iguales cosas a lo largo de distintos años. Hablándome al oído.

Encontré camisetas. Varias de fútbol, de mi club granate, que me recuerdan que nunca fui el nieto o el hijo que esperaron que fuera; y cómo de todas formas el patriarcado de mi familia cedió ante la realidad y me adoptó adentro de sus pasiones de hombres. Algunas de mi escuela, mostrando los distintivos de mi infancia y adolescencia, recordándome cuál fue la institución que me robó tanto tiempo. Una con un vitreaux que compré enfrente a Notre Dame, y que alcé en vilo para comprarlo con la fachada gótica. Una con un violín en el frente, que me regaló una amistad extranjera que todavía extraño, y que tuve que guardar porque arruiné con lavandina por querer jugar al hijo ayudante en mi casa.

Encontré fotos. Muchas que me traje del olvido de un placard oscuro y húmedo, para ponerlas en un orden que nunca logré. La mayoría no son mías, si no de todos, y a muchas de ellas nunca logré identificarlas. Hay una foto boca abajo, metida en un sobre, de una persona que durante años me robó la cabeza, y que todavía hoy no la devolvió. Hay un álbum de fotos que me recuerda a una familia que nunca puede estar tan feliz y armada, como en la pose frente al lente. Hay una pila pequeña de fotos, a un costado, de donde puedo sacar imágenes de distintos tamaños: en blanco y negro mi historia antigua, en color los que ya están muertos, y hasta hay una desgastada por tocarla y llorarle encima, porque no hay nada que hacer.

Encontré un sable y una radio, que ya no sintoniza. El carácter y la voz de un abuelo muerto, siempre presente.

Encontré una gorra de detective. Un viaje a Europa escondido en los hilos de esa tela cuadrillé, y la pregunta siempre pertinente de si realmente pensaba gastar tanto en una cosa tan simple, tan innecesaria. Fue una compra necesaria: la gorra sólo cumple el cometido de hacerme feliz en mis recuerdos y mis sueños de la infancia, entre mis libros policiales.

Encontré cadenas de oro y pulseras de plata. Siempre me dijeron que las escondiera en una caja fuerte, y siempre pensé que no había mejor lugar para ocultarlas que en mi desorden de cosas triviales. En algún momento significaron un cumpleaños, un esfuerzo afectuoso: y ahora significan el paso del tiempo, la ostentación frente a la inseguridad. Las tengo fuera de la vista, pero sólo de la mía; pero soy la única que sabe que están ahí.

Encontré las cosas que nunca importaron lo suficiente para ponerlas en orden. Una lapicera ordinaria que debo haber robado de algún lugar, o comprado de casualidad en algún puesto, una de las tantas veces que perdí la mía. Artículos nunca comprados que pretendían comprarme, y que exhiben el nombre de sus ideas en las partes más estrafalarias. Cintas de raso negro, abandonadas en la barbarie, cuando recuerdo que las compré para un traje de elfo que está guardado un poco más allá, en un ladrillo del fortín. Una colección de relojes, pretendidos despertadores, que me fueron regalando y a los que algún día debería comprarles pilas; cada vez que los miro, hermosos y abandonados ahí, o sonando a cualquier hora como tratando de llamar la atención, me acuerdo de programar la alarma digital.

Encontré cintas blancas, rojas y azules, sosteniendo una medalla de oro al lado de una cadena con una medalla de plata. Un papel enrollado que no quiero desenrollar, y una foto que me muestra a mí en medio de un gran grupo de personas, totalmente diferentes una de la otra si no fuera porque están todos vestidos de la misma forma. En la imagen, estoy con esa misma ropa. Ya no el escudo de mi escuela, si no el nombre de mi curso, nos hace pertenecer a todos a una misma memoria.

Encontré mi cartuchera, y mis cajas de lápices intactas. Aquellas que pedí que no me compraran porque sería incapaz de usarlas. Las que me compraron de todas formas, e insistieron en comprarme más de una, para obligarme a romper con ese capricho de querer dejarlo así como estaba, que todo estaba tan lindo. Los lápices de grafito, mordidos y cuidados, con las minas intactas, son los más usados. Los lápices negros de las cajas son los que están más cortos.

Encontré mi partida de nacimiento. Olvidada allí en algún momento, después de algún trámite. Casi como una rebeldía a la burocracia y a mi tiempo perdido.

Y encontré mis libros. Sólo algunos, los que estuve leyendo hace poco, y otros de los que me importan lo suficientemente poco para dejarlos tirados. García Márquez el primero, un libro que robé de la biblioteca de mi abuelo y que me olvidé para siempre. Los premios Darwin, de alguna autora desconocida: aquel libro que me hace reír tanto sobre la calidad bizarra de la estupidez humana. Mis novelas sobre informática y ciberespacio, de autores de los que casi nadie oyó, de mis intentos de ampliar mi base de datos mental. Y son sólo algunos: los más importantes están ordenados e invulnerables en las bibliotecas, alejados de mi caos, más allá de mi fortín de cajas.

martes, 12 de febrero de 2008

Un día en la vida

IGUALES



Él se levanta todos los días a un horario irregular: hace muchos años que no se despierta, como siempre lo hacía, a una hora temprano como si tuviera un reloj incorporado al sueño. Hace muchos años que tampoco se acuesta religiosamente a la misma hora, en la espera de descansar lo necesario para resistir un día completo, lleno de conflictos y cansancio.

Se sienta en su cama y quiere estirarse, pero le duele el cuerpo. Cojea siempre al mismo ritmo hasta el baño, que ahora agradece que esté tan inmediato a su alcoba. Repite una misma rutina de espuma y navajas con una maestría sabia, siempre dejándose el mismo bigote y la misma barba. Se mira al espejo, lava sus manos casi por cortesía a la higiene, y sale hacia la cocina. Arrastra su radio, que cansadamente siempre en amplitud modulada le grita noticias que no deberían interesarle.

Dependiendo del día, de a qué hora se haya logrado acostar luego de horas de insomnio hasta quedar dormido en su sillón, desayuna o almuerza, o directamente toma sus cosas del momento y sale. A veces nada, porque el médico le ha dicho que el movimiento en el agua podría aliviar un poco la oxidación que se va comiendo su cuerpo e invitando al avance de sus enfermedades; a veces sólo oficia de sujeto cariñoso y se queda con sus tantos amores que viven casi al lado, corriendo a su alrededor y comiéndole lo poco que le dejan tener en la heladera. Ese día decide dar paso a su cansancio y sólo quedarse en su casa, leyendo o comunicándose con los eruditos de la historia, a quienes admira en una materia que el apasiona.

Su tarde transcurre como transcurren todas desde hace muchos años: iguales. El sentimiento de inutilidad lo posee y, como le pasa de a ratos, lo destroza. Le tienen prohibido asomar a un volante, pero él desafía toda regla y maneja alrededor de su barrio, para ir a comprar fruta, para simplemente sentir que todavía no es tan dependiente como le hacen sentir. Que todavía no está tan terminal, tan muerto.

Vuelve a su casa, se quita su boina y cuelga su campera. Deja el celular lejos, ese aparato que aprendió a manejar pero que nunca va a lograr entender. Y asoma a la cocina con sus bolsas, cojeando, recibiendo los retos que esperaba desde su salida, y sonríe haciendo un comentario que a su esposa la hace guardar un silencio avergonzado. Cincuenta años, piensa mientras la mira con afecto, y se sigue sonrojando frente a su humor descarado. Se sienta a escuchar la radio, después a mirar el noticiero, y a conversar con ella en la espera de la comida que lo llene hasta que ella lo deje para acostarse y él vuelva a su sillón.

Para volver a quedarse dormido, y volver a despertase luego. Y que todos sus días sean iguales.

miércoles, 6 de febrero de 2008

El héroe

EL HÉROE


A P.



El sargento se movió en su silla, incómodo, al darse cuenta que en un descuido se había encorvado. Y después volvió a sentarse recto, derecho y erguido como le gustaba verse, tal como le habían enseñado. No había nadie más en esa habitación, ninguna cámara que pudiera ver cada uno de sus gestos; sin embargo, para el sargento la disciplina trascendía la guardia, el orden debía existir siempre y el control ser el último medio de imponerlo.

Hizo un esfuerzo para no continuar moviéndose. Estaba impaciente. Sentado frente a esa única puerta oscura, que le ocultaba lo que sucedía en la habitación de junto, nadie le decía nada. Nadie había salido de allí en todo el tiempo que había pasado esperando, para darle alguna información sobre lo que estaba sucediendo. Y el sargento quería saber, necesitaba saberlo, pero la orden había sido que esperara a los resultados.

Por un momento, pensó que era gracioso. Su paso por las Fuerzas Armadas había comenzado justamente por ser descreído de las reglas ajenas. Y aunque profesaba la disciplina y la rigidez como una forma de vida, y hasta se comportaba de forma represora y autoritaria en las ocasiones que lo ameritaban, siempre había peleado contra la corriente de un código de honor ajeno al suyo. Había resistido a la corrupción de un sistema. Toda una vida a contramarea.

Pasó las manos por las piernas, y luego las devolvió a su gorra, puesta cuidadosamente sobre su regazo de su pantalón de traje perfectamente planchado. Sin darse cuenta, aferró la gorra y la mantuvo casi comprimiéndola, casi haciéndola rehén de su expectativa. La llevó contra su pecho, mantuvo la presión de los dedos por un momento, y luego la bajó otra vez. Se alisó los pantalones y siguió esperando, mientras caían las sombras por la persiana cerrada a medias. La luz ambiente hacía brillar la vaina de su sable.

Su pecho no estaba cubierto de medallas. Apenas tenían sus hombros los distintivos de una labor humilde, relegada de los honores y de los reconocimientos. Aún así, el sargento vestía su casaca con orgullo, manteniendo los hombros rígidos y los músculos tensos, aunque la espera había empezado a arrugarla. Una espera que no sabía cuándo iba a conocer su fin, y cuyo fin además era incierto, pero que ya se había hecho demasiado larga. Como si hubieran sido años. El sargento se había visto pasar de su postura erguida y desafiante a una abatida por el cansancio, y posteriormente a una encorvada por la fatiga y la falta de soluciones. Ahora, una vez más, esperaba erguido a que alguien le informara.

El sonido de una llave girando lo hizo reaccionar. Se puso de pie inmediatamente, poniéndose la gorra en un gesto mecánico. Estuvo a punto de hacer el saludo militar correspondiente, pero no salió ninguno de sus superiores como esperaba: salieron médicos, hombres de batas blancas con barbijos y guantes manchados de sangre, con ojeras, cansados y traspirados. El sargento los observó sin sorpresa, mientras se alejaban en varias direcciones distintas sin mirarlo a los ojos, y finalmente lo dejaban solo de nuevo en la habitación.

Tuvo que esperar unos segundos más antes de que saliera alguien que sí fuera a decirle algo. El hombre que traspasó el marco debía ser de su altura, pero sus medallas lo ubicaban mucho más alto, y el sargento le rindió un respeto con disciplina que fue correspondido por el otro. El superior le hizo un gesto, cargado de cansancio y ojeras, y movió negativamente la cabeza.

- Sargento Pablo Valle – dijo. – Se acabó la última batalla. Se ha perdido la guerra.

El sargento Valle no se sorprendió por el resultado, que era el esperable, pero aún así un acceso de adrenalina y cierto dolor le cruzó por el cuerpo. No descuidó un momento su postura. El superior lo miró de reojo, y volvió a negar con la cabeza. Esta vez, sonreía.

- Descanse. Le informo que ha sido promovido a un cargo superior, por su bizarra demostración de valentía en el campo de batalla, sobre todo en las últimas libradas en esta guerra que viene de largo tiempo, a pesar de la adversidad del resultado.

Ya relajado, adoptando la postura rígida y derecha que siempre tenía al permanecer de pie, el sargento volvió a tensarse. Eso sí que no lo esperaba, y miró a los ojos a su superior con esa incredulidad y confusión bien marcadas: su experiencia, sus enseñanzas, siempre le habían indicado que al que pierde lo máximo que recibe es su vida a cambio, o una experiencia más sobre la cual fortalecerse. A los perdedores no se los asciende.

- Señor. No comprendo la resolución, señor.

El superior le sonrió simpáticamente. Se lo veía exhausto y adolorido, como ausente.

- Necesita usted un descanso, Valle. Se ha analizado su desempeño por completo, y se ha convenido que es lo que usted merece. Para algunos, es usted un héroe. Por ello, en motivo de su ascenso, va a ser usted trasladado.

El sargento Valle negó con la cabeza, antes de darse cuenta.

- Señor. He sido trasladado ya muchas veces. Pido autorización para quedarme.

- Denegada. Es una orden directa que usted continúe desempeñándose en otro sitio, de acuerdo a su nuevo rango y con bastantes más comodidades que en éste.

- Señor. Mi familia...

- Valle, se ha perdido la guerra.

El sargento Valle hizo un silencio contemplativo. En ese momento, entendió perfectamente lo que el superior le estaba diciendo, y evitó suspirar tan hondo como quería hacerlo, cerrar los ojos y dejarse llevar por eso. En cambio, se llevó una mano a la gorra y se la quitó, para llevársela del lado hueco hasta apoyarla sobre su pecho que había dejado de respirar. Cerró los ojos, inclinó un poco la cabeza hacia delante, y asintió.

- Lo entiendo. ¿Cuándo es mi partida?

- Ahora mismo – el superior miró un reloj de muñeca que parecía inexistente. – No puede usted demorarse mucho, Valle. Le esperan.

- ¿Se le comunicará a mi familia que...?

- Su familia será avisada en el momento que usted pase por el marco de esa puerta. Déjelo en nuestras manos.

El sargento asintió nuevamente. Mientras caminaba por los pasillos oscuros buscando la luz de la puerta de salida, se puso la gorra nuevamente. Irguió los hombros y enderezó su paso, aunque nadie lo miraba ya ni era seguido; y ya casi llegando a la puerta, se detuvo. Pensaba en su familia, en su mundo que dejaba. Tomó aire profundamente, y con la cabeza en alto, como no la había tenido en esos siglos de espera, puso la mano en el picaporte. La puerta se abrió, y él supo que no tenía picaporte del otro lado. Pensó en el viaje del héroe, que no tenía retorno. La dejó cerrarse a sus espaldas, con un suspiro trémulo.

Miró la luz, y sonrió. Pensó en que debía ser un hermoso día para viajar.