Esa noche, ella bailaba como si fuera el fin. Con los ojos cerrados, con la cabeza hacia atrás.
- Hablame – dijo.
Él apoyó la boca en su oído...
[?]
PRIMER ACTO
[Venezuela 2111. Ocho y monedas de la noche. En una habitación de piso de madera, donde sopla un chiflete permanente al lado de la ventana cerrada, hay un semicírculo de sillas naranja fluor. Se acomodan en abanico enfrentadas a un escritorio en lento proceso de descomposició
Mabel: ¡Oh! (con cara de susto) Cáspita, que me pierdo la reunión de cruzagramas.
Vani: (palmeando sobre el lavabo) Ah, ¡joder!
Ade: Yo no fui el otro día y hoy no voy al taller, pero cuenten conmigo que estoy triste (larga unas bocanadas de humo mientras pinta alegorías)
José G: ¿Puedo ir con Alicia Dacart? ¿O mejor la llevo a la Juana?
Nadu: La función del otro día me encantó. ¡Qué sentidos! (cuenta de forma frenética unas hojas) Hoy traje unas copias manuscrutas porque no tuve tiempo, por la facu, pero...
Nela: (con la mirada en cualquier punto) En el teatro, las manos me transpiraban de poesía (acaricia su cabello)
Micaela: (con voz tímida) Soy la más pequeñita y de la función me fui directo a San Pedro con mi mochilita [a ver una reunión de heavies]. ¿Adivinan quién soy?
Jules: A ver, señores, la situación es sumamente complicada. Lo mejor sería hacer un estudio muy Exhaustivo, y cuando se analice y haya el consenso, podríamos organizar otra salida.
Todos: (a coro) Jules, querida, ¡la resistencia está contigo!
Cris: (deja un momento sus manuscritos) Si hay que asesinar a alguien, no se olviden de mí.
Zaiper: (relojeando su bragueta para ver que no le explote) Qué buen grupete éste (mezcla Pecsi cola con el café) Lástima Mabel, ¡mirá que sos jodida!
FIN DEL PRIMER ACTO
En un principio, fue la máquina.
El mundo cambió por completo. No porque el mundo se hubiera enterado de la existencia de la máquina; si no porque, en los siglos que fueron luego, se supo que el tiempo apareció a partir de ese momento. Para cuando se creó la máquina, el mundo no era nada, y después de la máquina, el mundo pasó a ser todo; pero eso también se supo luego. En el momento de su creación, la máquina apareció, simplemente.
El mercado se puso de cabeza. Los seguidores de la máquina empezaron a acosar a los seguidores de las máquinas anteriores; se montó en un fanatismo insoportable en el que nadie lograba ponerse de acuerdo. Empezó el debate sobre cuál era la mejor forma, cuál era la imagen más linda, cuál debía ser su color. La discusión sobre cuál era el mejor manual de instrucciones enemistó a los fanáticos más ortodoxos. Esos mismos se dividieron después entre los que creían que la máquina estaba bien sola, los que creían que le faltaban dos accesorios más, y después entre los que les gustaba más el accesorio que la máquina y los que seguían al original a toda costa.
- No se preocupe – me contestó, sonriendo -. Puede dejarla acá hasta que quiera volver a buscarla… Sabemos que en algún momento le va a ser útil. Los siglos hablan. Todos vuelven.
Martillo, verdugo de los dedos,
roza con su cabeza de piedra
la cabeza del alfiler de metal;
lo dobla y somete
como el aliento del aire
hace con la luz de la vela,
que intensa como una estrella
la acerca a su final.
Tornillo, y toda su vida girando
como un dado que no encuentra su cara;
de plata como un romance de luna
atraviesa las paredes y agarra,
como diente en una mordida,
los huesos de madera de casa.
Cuchillo, la idea más fría,
y el invitado que nunca falta
a la fiesta de la mesa,
siempre a la vuelta del plato.
Es agujero en potencia
y sutil pista para el ojo,
que no ve el corazón roto,
pero huele las formas de la muerte.
Baúl, y su sabor a viejo;
su olor al agua de mar
y a los médanos de arena,
por los cuáles fue arrastrado un día
cargado por manos sin guantes.
Pasajero de quinta clase
de un viaje eterno sin cama,
se agarró de estas tierras tan nuevas
como una maceta sin raíces
que sigue a su árbol.
Ojos, suenan como campanas
y calientan como soles
en la alegría del ser;
y crepitan como fogones
en la cercanía a morir.
Ventanas abiertas a otros
cuando los labios no son
más que puertas bloqueadas;
tazas donde tomar tu cariño
y ollas donde hervir tu rencor.
SOBRE LOS DICHOS DEL EMPRESARIO J. A. RAVENNA
A ver, señores. Me están jodiendo, ¿no? Un tipo aparece muerto en “circunstancias confusas” metido en su oficina, y me citan a declarar. Me pregunto cómo se les ocurrió semejante cosa. ¿Hay alguna de las circunstancias “confusas” que me apunte? ¿Cuál es el motivo por el que estoy involucrado en todo esto? No. No tenía una relación con el tipo este. ¿Araujo, era? No, ninguna relación con Araujo. ¿Por qué iba a tenerla? Sabía que era el presidente de esa empresa, pero nunca hablé con él directamente. El rubro de su empresa no tiene nada que ver con mis negocios. Me dedico a oportunidades financieras, no a invertir en estupideces. Verán también, como les surgirá de sus investigaciones (por Dios, no pueden ser más estúpidos), que ni los negocios ni la empresa de Araujo me influyen en lo más mínimo, ni para bien ni para mal. Les digo esto, por si todavía se les ocurre considerar, que me convenía que “desapareciera del mapa financiero”.¿Qué por qué se me ocurre eso? ¡Vamos! Aparece muerto un empresario, y están citando a declarar a otro empresario. Dos más dos, señores. O creen que yo me cogía a la mina del tipo, o creen que me convenía que se borrara del mapa. Ninguna de las dos cosas: su existencia no me afectaba, ni tampoco conozco a su mina, ni a su amante, ni a su secretaria, ni a la empleada de limpieza. Y el tema de los celos y la histeria no son lo mío, como pasa con las mujeres. ¿Por qué no las citan? ¿Prefieren primero una declaración sin histerias en el medio, o quejas de maltratos o de abandono, o alguien que no ande llorando o lamentándose por lo que pasó? No, no lo lamento. Como les digo, no tenía relación con el tipo, saber que está muerto no me hace sentir nada en particular. Pobre tipo, pero nada más. ¿Cómo decían que había muerto? ¿De un paro? ¿Y piensan que fue un homicidio? Deberían primero probarlo y después molestar a la gente. Seguramente hay muchos para que los citen y les hagan perder el tiempo como a mí. Y es verdad que voy a perder más tiempo si no les digo lo que quieren escuchar. ¿Qué estaba haciendo esa noche? En la noche de esa fecha que me dijeron, yo en una orgía. Tendría muchos testigos muy dispuestos a comprobar… Ah, no, eso fue el día anterior. Esa noche estaba trabajando en mi despacho, en la misma dirección y lugar a donde me fueron a buscar sus colegas. Estaba solo. El único en el edificio era el guardia de seguridad, del horario nocturno, que me vio salir. Me fui alrededor de las dos de la mañana. No pasé ni por casualidad por ese edificio donde me indicaron al principio que estaba el muerto. No queda en el camino a mi casa, pueden chequearlo. Y no me hubiera dado tiempo, ya que llegué a mi casa sobre las dos y veinte, cuando usualmente tengo media hora de viaje. Y no. No tenía relación con Araujo. No me cogía a la mina. No me afecta que haya desaparecido de los negocios. No soy su socio como para que eso me pueda beneficiar, ni beneficiario de ningún seguro de vida, y mucho menos soy un heredero. ¿Me ven cara de heredero? No, me ven cara de pelotudo. Miren. Ya les dije todo lo que tenía para decir. Tengo unas reuniones a las que no puedo faltar, porque ahí sí, si esas desaparecen o se arruinan, voy a tener problemas. Señores, a su disposición, y que tengan un buen día.
[original]
Los guantes son como las manos sin huellas digitales: son como caricias que no tienen persona que las haga, aunque tengan persona a la que llegar. Poner un guante es como poner una mesa, una distancia con o sin sentido entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. El guante es como la distancia física, aunque sea estar al lado de otro, o al lado de otra, o de otra cosa.
Siempre está la imposibilidad de mentir con los guantes, que son como una mesa entre dos personas que se miran frente a frente. Están a la vista, y no hay forma de esconderlos a los ojos de los otros; no hay mentira que valga que intente esconderlos de esas miradas. Los guantes no son como los escudos de la mente, que pueden mentirse cuando hay cosas en las que uno no quiere involucrarse, y puede hacer diálogos profundos sin comprometerse de nada, sin poner su huella. Uno puede revestir la palabra de terciopelo, de lana o de cuero, y puede ser más o menos distante sin que haya prueba a la vista de eso, sólo una percepción que puede ser de la inseguridad del otro. Pero uno no puede engañar a la vista, cuando uno toca, uno estrecha, o uno levanta la mano enfundada en un guante. El mensaje es claro: el aislamiento, por el motivo que fuere, la distancia, es concreta.
A lo largo de la historia, los guantes siempre fueron usados para protegerse y como símbolo de lo oculto, como símbolo del gusto, como forma de evitar las impurezas. El frío, lo áspero o lo hiriente, siempre fueron excusas para no entregar las manos desnudas: el guante es la coraza de lo vulnerable. En la batalla, en lo helado, en lo social. O en la fría batalla de lo social.
Todos llevamos guantes, aunque ofrezcan las manos desnudas para estrecharlas. El lenguaje es un guante. Las palabras son aquel guante que encierra nuestros sentimientos. Vivir en la época de la imagen del mundo significa que somos educados para tener guantes todo el tiempo, en todas nuestras relaciones, y tocar siempre a través de una textura invisible todo lo que nos rodea. El raso, la seda o el nylon, al lado de eso, son sólo ilusiones.
Y entonces, aquella libertad de verse sin guantes y moviendo las manos limpias, no es más que un sueño. Nuestros propios sentidos filtran los sueños a través del guante de nuestra memoria. El único momento en que estamos exentos de tocar a través, de vivir a través, es el instante donde no encontramos cómo decir aquello que creemos sentir. Los guantes, entonces, no serían más que un adorno trivial, y de verdad sería una elección nuestra llevarlos.
Por eso, la próxima vez que me dés la mano, no importa que te saques el guante para un instante de sinceridad. No sirve. Tu gesto es lo que importa. Y yo… Yo te entiendo.
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[cuasi-prosa poética]
Los guantes son como las manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, distancia entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. Distancia física, aún al lado.
Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos de la mente, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el aislamiento, la distancia concreta.
Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado. En lo social.
Todos llevamos guantes, aún con las manos desnudas. El lenguaje es un guante: con las palabras, recubre nuestros sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.
Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.
...::://~*~*~*~*~*~*~*~\\:::...
[cuasi-revisado]
Los guantes son manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, como distancia entre una piel o una textura; o un aliento, quizás una idea. Distancia física, aún al lado.
Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos del pensamiento, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el apartarse, la distancia concreta.
Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado.
Siempre llevamos guantes. El lenguaje es un guante... recubre los sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.
Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.
La nena aburrida se tiró una vez más de las colitas; y después, decidió saltar del sillón y empezar la búsqueda.
De la mesa, trató de agarrar el papel y la lapicera, pero no alcanzaba. Los manotazos tiraron todo: la nena se agachó a mirar al piso, y trató de encontrar el dado. Gateó dejando rayones en las baldosas blancas, pegando la cara contra el piso, pero el dado no estaba en ningún lado. El living blanco no la ayudaba a encontrar al cubito blanco de puntitos negros.
La nena se levantó desalentada, y revisó el lugar con los ojos grandes como binoculares. Miró al techo buscando el dado, pero lo único que vio fueron esos cuadrados negros chiquitos de donde salía luz. Abrió más los ojos, asombrada. Nunca se había dado cuenta que ese lugar podía ser un dado gigante, y que alguien estuviera jugando con ellos como ella jugaba con el dado que buscaba.
Decidió seguir buscando. Volvió a la mesa, se puso en puntas de pie, y trató de espiar. Con alegría vio que la lapicera había quedado justo en el borde, así que la agarró y se la metió en el bolsillo. No se dio cuenta que estaba pisando el papel, que se había caído. Sí se dio cuenta que acababa de patear el dado; se agachó, sonrió, y lo agarró también.
Caminó en círculos por el living. Seguía aburrida, y no había encontrado lo que estaba buscando. Salió de ahí mirando a los costados, como si fuera a cruzar la calle, y empezó a caminar por un pasillo que no conocía. Su bolsillo empezó a llenarse de tinta azul.
Fue saltando entre las baldosas, jugando a no pisar las líneas. A los tres saltos se aburrió y siguió caminando en silencio, el desliz de sus zapatos como único sonido. Empezó a contarlas, y entonces fueron susurros los que la acompañaron. Palabras que para ella tenían mucho sentido, aunque no sabía contar. Más sentido que la voz que se empezaba a escuchar, cuanto más avanzaba.
La nena jugó al oficio mudo, y se escondió rápido de alguien que no estaba. Creía escuchar una voz, pero esa voz no estaba diciendo nada. Parecía la voz de un loco, aunque también parecía que tenía música. Esperó un minuto, a ver si el silencio volvía: pero el loco y la música seguían ahí, muy suaves. Como muy lejos.
Salió de su escondite en puntas de pie. Se rió para ella. Para no hacer ruido se tiró al suelo, y gateó en dirección a donde escuchaba al loco, lo más rápido que podía. La música era cada vez más fuerte, pero seguía escuchándola muy lejos. Tan lejos como para pensar que podía venir del cielo. Y quizás, pensó la nena, esa puerta de la que salía la música era la puerta del cielo.
Y si eso era el cielo, ella quería entrar. Siempre soñaba que tenía alas y podía volar.
Se estiró todo lo que pudo y se agarró al picaporte antes de caerse; la puerta resistió, intentó abrirse, y siguió cerrada. La nena hizo un puchero a ver si le daba lástima a la puerta, pero no pasó nada. Lo único, el loco y la música dejaron de escucharse después de un sonido metálico.
Intentó una vez más. La puerta no quería escuchar sus caprichos. La nena pidió, exigió, gritó y pataleó, pero nada. Al final, convencida de que no querían abrirle, agarró la lapicera del bolsillo y apoyó la punta en la madera. La lapicera sí era buena, era sencilla y redondeada, y sí la dejó hacer lo que quería. Encima de la puerta mala, la dejó dibujar otra puerta de su altura, que sí estaba abierta, y que sí iba a dejarla pasar.
La nena se preparó para intentar pasar por la abertura de las líneas azules. Se tiró de las colitas antes de empezar a correr. Y no llegó a dar tres pasos, cuando la puerta mala se abrió y apareció alguien.
El hombre de barba desprolija la miró alarmado. Sostenía una radio en la derecha y un destornillador en la izquierda. La nena le devolvió una mirada asombrada, incrédula. No se puso a mirar la barba crecida, ni la radio de dos parlantes, ni el destornillador oxidado: inclinó la cabeza y miró a través de la puerta abierta. Pero no vio la escalera para arriba, ni celeste, ni nubes ni dorado: había una escalera para abajo, una pieza limpia pero oscura… y la nena dejó de mirar, con miedo a que de esa oscuridad saliera algo como de debajo de la cama. Al fin de cuentas, ese lugar estaba debajo de la casa.
- ¡Mirá! – dijo el hombre, emocionado, mostrándole la radio. La dio vuelta, con el destornillador movió una de las tres perillas que le faltaban, y después apretó el botón verde. El loco y la música volvieron, sobresaltando a la nena. - ¡Lo logré! ¡Anda!
La nena lo miró con cara de no entender. Pasó la vista del botón verde a la barba del hombre, de la barba a la puerta pintada, y de la tinta azul a su bolsillo. Sacó el dado. Lo miró y se lo ofreció con una sonrisa. El hombre, con un repentino gesto de culpa, se olvidó de la radio y lo agarró.
- ¡Piedra libre! – gritó la nena, y se fue corriendo. Tres días, pero al fin lo había encontrado.
El hombre la perdió de vista. Se quedó quieto. Un minuto después se dio vuelta, tiró la radio de nuevo al sótano y cerró, esta vez del lado de afuera. Se fue por el pasillo, siguiendo a la nena, jugueteando con el dado entre los dedos. La moraleja de la historia era que Rod Stewart no se merecía tres días de la vida de su hija.
I.
Había un videoclub, ubicado en una esquina. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película.
Llovía.
Un hombre entró al videoclub, y se dirigió al mostrador. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. El recién llegado se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.
II.
Había un videoclub, ubicado en una esquina, en el viejo local que había sabido ser una ferretería. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas, pensando por qué tenía que estar él ahí; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, sintiéndose al borde de una gripe, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película cualquiera: no se habían puesto de acuerdo en quién iba a pedir la que de verdad querían.
Llovía a cántaros. La gente corría a sus casas o a los toldos, insultando.
Un hombre entró al videoclub, esperando que ese intento fuera el último, y se dirigió al mostrador; de no tener éxito, abandonaría la búsqueda. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. Entonces, el recién llegado se abrió el piloto y, desesperanzado, le pidió lo que buscaba. El empleado, incrédulo, se quedó mudo de la sorpresa.
III.
Iba al videoclub, ubicado en la esquina. Llovía encima suyo.
Alberto entró al local, y se dirigió al mostrador. Notó que había un nombre mirando películas en las góndolas; que había dos empleados detrás del mostrador, uno acomodando películas y el otro atendiendo; que había una pareja, que pedía una película.
Al ver que se le acercaba al mostrador, el empleado que atendía le dio la bienvenida, mientras su compañero buscaba el otro encargo. Alberto se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.
IV.
Podés oír que afuera llueve, pero vos estás adentro. Sonreís.
Hay un hombre mirando películas en las góndolas. Tu compañero está atrás tuyo, acomodando las películas devueltas. Y adelante tenés a la pareja, que se te acercó para pedirte… una película.
Pasás el título a tu compañero, que se pone a buscarlo. La puerta del local se abre, y ves entrar a un hombre con un piloto, sin limpiarse los pies en la entrada. Estás libre para atenderlo, así que sonreís y le das la bienvenida. El hombre llega hasta el mostrador, se abre el piloto, y te pide lo que busca.
Vos te quedás totalmente mudo de la sorpresa.
V.
Carlos estaba fundido. Caminaba por las góndolas arrastrando los pies, buscando con la mirada y con las manos. Pensaba en lo injusto que era, que después de un día tenso, tuviera que ser él quien saliera corriendo a buscar una película para la nena. ¡Y encima, lloviendo!
Llegó a la góndola de los títulos infantiles, cerca de la puerta. Empezó a mirar las películas, sin tener la menor idea de cuál podía alquilarle. Escuchó la puerta abrirse, y tratando de distraerse de la cruel entre Barney y los Teletubbies, miró al hombre que entraba.
Siguió de reojo el trayecto de agua que dejaban sus pasos; lo compadeció, como se compadecía a sí mismo. Subió los ojos para ver cuán mojado estaba, y se sintió impactado. Se preguntó qué podría haber dicho ese hombre para que el empleado tuviera esa cara de shock.
VI.
¡Te digo, Fernanda! Daniel y yo estábamos muy tranquilos, ahí en el mostrador. Nos había costado decidirnos, porque claro, él es muy macho para muchas cosas, pero para otras… No vaya a ser cosa que creyeran que necesitaba ayuda extra, ¿no? Bueno, estábamos ahí en el mostrador, y nos atendió uno de los empleados, Bruno. Le pasó nuestro pedido al que estaba con las películas, y nos pidió que esperáramos un segundo.
Nos pusimos a hablar con Daniel y de repente, veo que para y mira a la puerta. No llego a darme vuelta, y aparece al lado nuestro un tipo con un piloto. Como nosotros estábamos esperando la película, el empleado lo atiende. ¡Y no sabés lo que le pidió el tipo! Si a nosotros nos sorprendió, pobre Bruno. No sabés la cara que puso después de eso, parecía que le iba a dar no sé qué…
VII.
Él ya estaba muy, muy aburrido del trabajo. Siempre lo mismo: entra película, pone película, pide película, registra película… Toma caja, acomoda caja, saca caja, tira caja a la cabeza del cliente, que no siempre tiene la razón.
Estaba en eso, perdido en esa espiral rutinaria, cuando le pidieron la película. Nombre de película, buscar película, sacar película, dar película… pero antes de poder encontrarla, escuchó la voz de un hombre a sus espaldas. Y lo que pidió el hombre lo dejó sin aliento.
Él logró darse vuelta, incrédulo, para mirarlo a los ojos. No fue capaz de decir nada. Lo mismo que su compañero, que de espaldas a él, se había quedado totalmente mudo.
IX.
Había caminado debajo de la lluvia largamente. Mis pasos no me habían llevado a ningún lado, ni tuve ganas de correr para esperar a que parara. Sabía que no iba a parar, y que la inundación cada vez iba a ser peor. Yo lo sabía: no iba a pasar, a menos que…
Y ahí estaba yo, en mi búsqueda. Tenía que encontrarlo. Vi las luces de un videoclub, en una esquina. Quizás, alguien que había visto tanta ficción, me escuchara. No tenía más que pedírselo, y ver qué tal. Así que abrí la puerta, y entré.
Pasé de largo del hombre de las películas infantiles. Hubiera pasado de largo a la pareja, que quería cine condicionado, pero estaban al lado mío. Me abrí el piloto, sin ningún motivo, miré a los ojos al hombre que podía conceder mi desesperado deseo, y lo pedí.
Desesperanzado, vi su cara de sorpresa, el cómo se quedaba mudo. Decidí abandonar la búsqueda. Si ese hombre no se lo tomaba en serio, ya habiéndolo escuchado antes… ¿quién más?
Una noche es lo mismo que un día. Es casi el sentimiento de estar en terapia intensiva, pero la agonía no encuentra consuelo en la ciencia si no en Dios. Ni siquiera en Dios, es el pensamiento que acosa su cabeza y limita su razón, mientras las paredes parecen a cada momento cerrarse más sobre él.
Pasa el tiempo sentado en el mismo rincón, ahora solo. Ya ha trazado los caminos que unen todas las esquinas de ese calabozo sin ruidos. El tiempo que no pasa inconsciente, juega con los dedos como si ellos fueran de otra mano. Y el tiempo que sí pasa lo pierde entre sus delirios, deseando dormir más.
Edas araña las paredes sin gritar, sin gritar su tortura. Levanta la mirada sin encontrar el péndulo afilado que siente bajar sobre su cabeza. Ese mismo día ha sentido la certeza de la muerte, y ha deambulado arduamente por su territorio vacío. Apoya la frente contra la piedra, ruega que las manos que van a llevárselo sean gentiles, y de rodillas espera a la señal que lo mate.
Los latidos hacen eco en esa cueva y en sus oídos. Lo mismo que los pasos ajenos que tampoco son de ella, pero que quizás sí son suyos, porque resuenan sólo en su cabeza. La sangre pulsa en la yema de sus dedos. El aire no pasa lo suficiente por su garganta, o eso cree Edas, mientras jadea con el gusto de la piedra y lágrimas en la boca. La resignación no apaga el terror de su cuerpo.
Un sonido ahogado le avisa de la hora. Edas grita por el dolor de las caricias brutales. Sigue sin haber péndulo sobre él, pero siente con nitidez cada corte sobre su carne, cada quemadura sobre su piel. Gime el dolor sus miembros rotos, llora la ausencia perpetua de una hija, y después da paso al silencio. El aire ya no le pasa por las cuerdas vocales que podían recibirlo.
Horas más tarde, cuando por fin llegan los que iban a llevarlo a reunirse con su hija, encuentran su trabajo ya hecho.
La cortina estaba intacta, apenas agitada. El ruido de lluvia invadía sus oídos, haciéndose único. La luz era estridente, pero apenas atravesaba la niebla que cubría todo. Detrás del velo, no se podía ver mucho más que lo que podía imaginarse.
Ahí adentro, el calor asfixiaba. El frío le subía desde los pies a las pestañas, y le hacía temblar. En el suelo, bultos de colores que habían perdido la forma le servían de islas para los pies. Sin ninguna de sus barreras, todo podía tocarlo; podía hacerle llegar todo. El sabor de limpieza, el aroma de la espuma, la falta de caricia del aire. La cortina, impune ante su mirada, no se movía.
El vidrio a su derecha exhibía reflejos difusos.
Los ecos de ese silencio aumentaban la soledad de esas cuatro paredes que ardían. Los pensamientos de un día gris se disolvían en esa bruma caliente. Sólo le hacía falta un movimiento, correr el telón, y así escapar de esa rutina. Ya le quedaba muy poco de lo que deshacerse.
Si extendía la mano, a la izquierda, podía tocar la pila de esponjas de tela que lo esperaban para después, con el aroma de su suavidad. Si movía el pie, hacia delante, podía recordar la orilla de sus últimas vacaciones.
Su suspiro se confundió con la bruma, quedó perdido en el vapor.
Y él entró a la ducha.
En el fortín de cajas de al lado de mi cama encontré notas: pedazos de papeles de forma irregular, con tintas multicolores, escritos en una diversidad de letras. Me acuerdo que fueron mis manuales para conocer a muchas personas, cuando los susurros en clase nos estaban vedados, y todavía hoy me sirven a veces para cubrir los agujeros negros de mi memoria. Fueron mi pasatiempo preferido, y son piezas del rompecabezas que reconstruye una parte de mi vida.
Encontré cartas. Pocas no tienen fecha, pocas están en sobres. Algunas tuve que pedir que me las leyeran, a los que pude pedírselo; otras las tuve que descifrar como si fueran jeroglíficos de verdad. No todas fueron tan interesantes como los misterios de las pirámides, ni los libros sobre la Atlántida de los que habla alguna que otra; pero cuando agarro cualquiera y leo el primer párrafo, usualmente me siento adentro de mi propia máquina del tiempo. Las leo, y casi puedo sentir la voz de mi remitente, hablando del estudio, hablando del amor y hablando de la inocencia. Repitiéndome iguales cosas a lo largo de distintos años. Hablándome al oído.
Encontré camisetas. Varias de fútbol, de mi club granate, que me recuerdan que nunca fui el nieto o el hijo que esperaron que fuera; y cómo de todas formas el patriarcado de mi familia cedió ante la realidad y me adoptó adentro de sus pasiones de hombres. Algunas de mi escuela, mostrando los distintivos de mi infancia y adolescencia, recordándome cuál fue la institución que me robó tanto tiempo. Una con un vitreaux que compré enfrente a Notre Dame, y que alcé en vilo para comprarlo con la fachada gótica. Una con un violín en el frente, que me regaló una amistad extranjera que todavía extraño, y que tuve que guardar porque arruiné con lavandina por querer jugar al hijo ayudante en mi casa.
Encontré fotos. Muchas que me traje del olvido de un placard oscuro y húmedo, para ponerlas en un orden que nunca logré. La mayoría no son mías, si no de todos, y a muchas de ellas nunca logré identificarlas. Hay una foto boca abajo, metida en un sobre, de una persona que durante años me robó la cabeza, y que todavía hoy no la devolvió. Hay un álbum de fotos que me recuerda a una familia que nunca puede estar tan feliz y armada, como en la pose frente al lente. Hay una pila pequeña de fotos, a un costado, de donde puedo sacar imágenes de distintos tamaños: en blanco y negro mi historia antigua, en color los que ya están muertos, y hasta hay una desgastada por tocarla y llorarle encima, porque no hay nada que hacer.
Encontré un sable y una radio, que ya no sintoniza. El carácter y la voz de un abuelo muerto, siempre presente.
Encontré una gorra de detective. Un viaje a Europa escondido en los hilos de esa tela cuadrillé, y la pregunta siempre pertinente de si realmente pensaba gastar tanto en una cosa tan simple, tan innecesaria. Fue una compra necesaria: la gorra sólo cumple el cometido de hacerme feliz en mis recuerdos y mis sueños de la infancia, entre mis libros policiales.
Encontré cadenas de oro y pulseras de plata. Siempre me dijeron que las escondiera en una caja fuerte, y siempre pensé que no había mejor lugar para ocultarlas que en mi desorden de cosas triviales. En algún momento significaron un cumpleaños, un esfuerzo afectuoso: y ahora significan el paso del tiempo, la ostentación frente a la inseguridad. Las tengo fuera de la vista, pero sólo de la mía; pero soy la única que sabe que están ahí.
Encontré las cosas que nunca importaron lo suficiente para ponerlas en orden. Una lapicera ordinaria que debo haber robado de algún lugar, o comprado de casualidad en algún puesto, una de las tantas veces que perdí la mía. Artículos nunca comprados que pretendían comprarme, y que exhiben el nombre de sus ideas en las partes más estrafalarias. Cintas de raso negro, abandonadas en la barbarie, cuando recuerdo que las compré para un traje de elfo que está guardado un poco más allá, en un ladrillo del fortín. Una colección de relojes, pretendidos despertadores, que me fueron regalando y a los que algún día debería comprarles pilas; cada vez que los miro, hermosos y abandonados ahí, o sonando a cualquier hora como tratando de llamar la atención, me acuerdo de programar la alarma digital.
Encontré cintas blancas, rojas y azules, sosteniendo una medalla de oro al lado de una cadena con una medalla de plata. Un papel enrollado que no quiero desenrollar, y una foto que me muestra a mí en medio de un gran grupo de personas, totalmente diferentes una de la otra si no fuera porque están todos vestidos de la misma forma. En la imagen, estoy con esa misma ropa. Ya no el escudo de mi escuela, si no el nombre de mi curso, nos hace pertenecer a todos a una misma memoria.
Encontré mi cartuchera, y mis cajas de lápices intactas. Aquellas que pedí que no me compraran porque sería incapaz de usarlas. Las que me compraron de todas formas, e insistieron en comprarme más de una, para obligarme a romper con ese capricho de querer dejarlo así como estaba, que todo estaba tan lindo. Los lápices de grafito, mordidos y cuidados, con las minas intactas, son los más usados. Los lápices negros de las cajas son los que están más cortos.
Encontré mi partida de nacimiento. Olvidada allí en algún momento, después de algún trámite. Casi como una rebeldía a la burocracia y a mi tiempo perdido.
Y encontré mis libros. Sólo algunos, los que estuve leyendo hace poco, y otros de los que me importan lo suficientemente poco para dejarlos tirados. García Márquez el primero, un libro que robé de la biblioteca de mi abuelo y que me olvidé para siempre. Los premios Darwin, de alguna autora desconocida: aquel libro que me hace reír tanto sobre la calidad bizarra de la estupidez humana. Mis novelas sobre informática y ciberespacio, de autores de los que casi nadie oyó, de mis intentos de ampliar mi base de datos mental. Y son sólo algunos: los más importantes están ordenados e invulnerables en las bibliotecas, alejados de mi caos, más allá de mi fortín de cajas.
IGUALES
Él se levanta todos los días a un horario irregular: hace muchos años que no se despierta, como siempre lo hacía, a una hora temprano como si tuviera un reloj incorporado al sueño. Hace muchos años que tampoco se acuesta religiosamente a la misma hora, en la espera de descansar lo necesario para resistir un día completo, lleno de conflictos y cansancio.
Se sienta en su cama y quiere estirarse, pero le duele el cuerpo. Cojea siempre al mismo ritmo hasta el baño, que ahora agradece que esté tan inmediato a su alcoba. Repite una misma rutina de espuma y navajas con una maestría sabia, siempre dejándose el mismo bigote y la misma barba. Se mira al espejo, lava sus manos casi por cortesía a la higiene, y sale hacia la cocina. Arrastra su radio, que cansadamente siempre en amplitud modulada le grita noticias que no deberían interesarle.
Dependiendo del día, de a qué hora se haya logrado acostar luego de horas de insomnio hasta quedar dormido en su sillón, desayuna o almuerza, o directamente toma sus cosas del momento y sale. A veces nada, porque el médico le ha dicho que el movimiento en el agua podría aliviar un poco la oxidación que se va comiendo su cuerpo e invitando al avance de sus enfermedades; a veces sólo oficia de sujeto cariñoso y se queda con sus tantos amores que viven casi al lado, corriendo a su alrededor y comiéndole lo poco que le dejan tener en la heladera. Ese día decide dar paso a su cansancio y sólo quedarse en su casa, leyendo o comunicándose con los eruditos de la historia, a quienes admira en una materia que el apasiona.
Su tarde transcurre como transcurren todas desde hace muchos años: iguales. El sentimiento de inutilidad lo posee y, como le pasa de a ratos, lo destroza. Le tienen prohibido asomar a un volante, pero él desafía toda regla y maneja alrededor de su barrio, para ir a comprar fruta, para simplemente sentir que todavía no es tan dependiente como le hacen sentir. Que todavía no está tan terminal, tan muerto.
Vuelve a su casa, se quita su boina y cuelga su campera. Deja el celular lejos, ese aparato que aprendió a manejar pero que nunca va a lograr entender. Y asoma a la cocina con sus bolsas, cojeando, recibiendo los retos que esperaba desde su salida, y sonríe haciendo un comentario que a su esposa la hace guardar un silencio avergonzado. Cincuenta años, piensa mientras la mira con afecto, y se sigue sonrojando frente a su humor descarado. Se sienta a escuchar la radio, después a mirar el noticiero, y a conversar con ella en la espera de la comida que lo llene hasta que ella lo deje para acostarse y él vuelva a su sillón.
Para volver a quedarse dormido, y volver a despertase luego. Y que todos sus días sean iguales.
EL HÉROE
Miró la luz, y sonrió. Pensó en que debía ser un hermoso día para viajar.