viernes, 7 de noviembre de 2008

Ribera


Al cruzar la puerta cerrada, seguramente pisaré un tablero de ajedrez. Me llevará el blanco y negro hasta el otro lado esquivando a los colosos. Llegaré a la otra orilla cansada de caminar, como habiendo dado la vuelta al mundo, y me caeré de ese borde para terminar en una montaña de arena. Levantaré la vista, y sabré que he caído en las propias entrañas del tiempo. Mi movimiento hará que el reloj se tumbe hacia un costado, caiga sin nadie que lo escuche, y se rompa aquel vacío en miles de destellos. Y en ese océano de sedimentos seré yo una sirena más, de las tantas que se quedan mudas, y me dejaré llevar por una vez sin ofrecer resistencia. Caeré a gotas por los costados de la tierra que aún es plana, formaré acurrucada un continente, y sólo cuando deje de ahogarme me pondré de pie para mirar.

Asistiré a la creación de las futuras ciudades destruidas, y seguiré los pasos de la evolución del odio. Seré espectadora de la primer fila de la inteligencia artificial, pegando mis ojos a los vidrios donde proyectarán la mejor secuencia doble hélice. Pisaré la matriz rota de la civilización, patearé las antiguas armas tangibles, y quedaré en medio de un tiroteo de manifiestos. Me ocultaré donde nadie me buscará nunca, en las tumbas de las relaciones humanas. Iré a gatas serpenteando entre las ráfagas y terminaré sentada a un costado de la historia, para aprender cómo se producen los finales.

Buscaré en mis desiertos y en las vísceras de lo que se levantará. Sacaré de un puño la energía que nadie logró sacar de una estrella. Saltaré los números sin dar espacio al azar hasta pisar las nubes, y sabré que no hay nada más abajo que lo que siempre estuvo allá arriba. Seré uno entre los millones de puntos de polvo que escapará a la limpieza organizada, y fundaré una normalidad en el marco de lo invertido. Ese comienzo me encontrará sentada a los pies de mi mar, disolviéndome.

Y los encontraré al borde de las antiguas líneas divisorias. Me iré deshaciendo hacia ellos entre los pasos que terminarán de quebrar los terremotos, y así volveré a perder las piernas. Dibujaré con la tinta del dolor los únicos puentes hacia ellos. Dejarán de importar los nombres, se evaporará lo sólido, y al extender mis brazos sólo seré capaz de rodear el fuego. Se caerán los glaciares de mi pelo, me encontrarás tendida sobre el silencio, y me dirás al oído que ya ha caído la corona de espinas. Te enredarás en mí hasta atravesarme, cerraré la vida ante el arco boreal y, por fin, se abrirá la puerta.




lunes, 3 de noviembre de 2008

Auxilios


El laberinto se alza en medio de la ciudad. Dentro, las caras siempre extrañas buscan ser esquivadas por el olvido, recordadas en el vuelo de sus perfumes, y los mismos indigentes tratan de no ser pisados ni desaparecidos por todos los ojos ciegos en tránsito. Las baldosas son la alfombra roja donde desfila el choque de los colosos, el impacto de las realidades distantes que se derrama en el aire como insultos o como indiferencia, o como una escupida. Los índices de mortalidad vial no tienen en cuenta la calidad de atropellos humanos que acontecen encerrados entre aquellas vidrieras.

Trajes arrugados como viejos pasan acompañados de polleras breves como un suspiro, y en la tormenta de movimientos se pierden las noticias de papel, que sólo se dejan ver bajo escasas columnas de luz. Los rascacielos fingen un techo inexistente encima de todo eso, proyectándose contra el caer de la tarde. Empiezan a brillar las velas de la era postmoderna, y en medio de los ruidos del progreso nadie parece escuchar el canto de las sirenas. Ya nadie se siente conmovido.

En aquel rincón donde la peatonal se vuelve de pronto una esquina, Ernesto está parado buscando en el horizonte de pavimento. La sirena lo llama cada vez más fuerte, recortando las bocinas y las conversaciones por teléfono hasta hacerlas callar. En medio de ese silencio llora con desgarro pidiendo auxilio. Está encallada en esa marea de motores.

Ernesto quiere ayudarla a pasar. Trata de frenar a la ola de indiferencia que cruza sin oír y sin ver nada más que el frente, hace señas desesperadas tratando de abrir un hueco en la fila de paredes, grita por la ayuda de una autoridad que no está para él. La sirena sigue llorando su urgencia de llegar.

Y cuando ella logra pasar, sin mirarlo, él sigue parado en la esquina del laberinto y la sigue con la mirada hasta perderla por completo. El laberinto vuelve a cerrarse y Ernesto, abandonado otra vez, sigue perdiéndose en aquel pasillo.