martes, 25 de marzo de 2008

El VideoClub de Narradores

I.

Había un videoclub, ubicado en una esquina. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película.
Llovía.
Un hombre entró al videoclub, y se dirigió al mostrador. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. El recién llegado se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.

II.

Había un videoclub, ubicado en una esquina, en el viejo local que había sabido ser una ferretería. Dentro, había un hombre mirando películas en las góndolas, pensando por qué tenía que estar él ahí; dos empleados detrás del mostrador: uno acomodando las cajas de películas en unos estantes, sintiéndose al borde de una gripe, y el otro atendiendo a los clientes; y un hombre y una mujer que, cercanos al mostrador, pedían una película cualquiera: no se habían puesto de acuerdo en quién iba a pedir la que de verdad querían.
Llovía a cántaros. La gente corría a sus casas o a los toldos, insultando.
Un hombre entró al videoclub, esperando que ese intento fuera el último, y se dirigió al mostrador; de no tener éxito, abandonaría la búsqueda. El empleado, mientras su compañero buscaba el título para la pareja, le dio la bienvenida. Entonces, el recién llegado se abrió el piloto y, desesperanzado, le pidió lo que buscaba. El empleado, incrédulo, se quedó mudo de la sorpresa.


III.

Iba al videoclub, ubicado en la esquina. Llovía encima suyo.
Alberto entró al local, y se dirigió al mostrador. Notó que había un nombre mirando películas en las góndolas; que había dos empleados detrás del mostrador, uno acomodando películas y el otro atendiendo; que había una pareja, que pedía una película.
Al ver que se le acercaba al mostrador, el empleado que atendía le dio la bienvenida, mientras su compañero buscaba el otro encargo. Alberto se abrió el piloto, y le pidió lo que buscaba. El empleado se quedó mudo de la sorpresa.

IV.

Podés oír que afuera llueve, pero vos estás adentro. Sonreís.
Hay un hombre mirando películas en las góndolas. Tu compañero está atrás tuyo, acomodando las películas devueltas. Y adelante tenés a la pareja, que se te acercó para pedirte… una película.
Pasás el título a tu compañero, que se pone a buscarlo. La puerta del local se abre, y ves entrar a un hombre con un piloto, sin limpiarse los pies en la entrada. Estás libre para atenderlo, así que sonreís y le das la bienvenida. El hombre llega hasta el mostrador, se abre el piloto, y te pide lo que busca.
Vos te quedás totalmente mudo de la sorpresa.

V.

Carlos estaba fundido. Caminaba por las góndolas arrastrando los pies, buscando con la mirada y con las manos. Pensaba en lo injusto que era, que después de un día tenso, tuviera que ser él quien saliera corriendo a buscar una película para la nena. ¡Y encima, lloviendo!
Llegó a la góndola de los títulos infantiles, cerca de la puerta. Empezó a mirar las películas, sin tener la menor idea de cuál podía alquilarle. Escuchó la puerta abrirse, y tratando de distraerse de la cruel entre Barney y los Teletubbies, miró al hombre que entraba.
Siguió de reojo el trayecto de agua que dejaban sus pasos; lo compadeció, como se compadecía a sí mismo. Subió los ojos para ver cuán mojado estaba, y se sintió impactado. Se preguntó qué podría haber dicho ese hombre para que el empleado tuviera esa cara de shock.

VI.

¡Te digo, Fernanda! Daniel y yo estábamos muy tranquilos, ahí en el mostrador. Nos había costado decidirnos, porque claro, él es muy macho para muchas cosas, pero para otras… No vaya a ser cosa que creyeran que necesitaba ayuda extra, ¿no? Bueno, estábamos ahí en el mostrador, y nos atendió uno de los empleados, Bruno. Le pasó nuestro pedido al que estaba con las películas, y nos pidió que esperáramos un segundo.
Nos pusimos a hablar con Daniel y de repente, veo que para y mira a la puerta. No llego a darme vuelta, y aparece al lado nuestro un tipo con un piloto. Como nosotros estábamos esperando la película, el empleado lo atiende. ¡Y no sabés lo que le pidió el tipo! Si a nosotros nos sorprendió, pobre Bruno. No sabés la cara que puso después de eso, parecía que le iba a dar no sé qué…

VII.

Él ya estaba muy, muy aburrido del trabajo. Siempre lo mismo: entra película, pone película, pide película, registra película… Toma caja, acomoda caja, saca caja, tira caja a la cabeza del cliente, que no siempre tiene la razón.
Estaba en eso, perdido en esa espiral rutinaria, cuando le pidieron la película. Nombre de película, buscar película, sacar película, dar película… pero antes de poder encontrarla, escuchó la voz de un hombre a sus espaldas. Y lo que pidió el hombre lo dejó sin aliento.
Él logró darse vuelta, incrédulo, para mirarlo a los ojos. No fue capaz de decir nada. Lo mismo que su compañero, que de espaldas a él, se había quedado totalmente mudo.

IX.

Había caminado debajo de la lluvia largamente. Mis pasos no me habían llevado a ningún lado, ni tuve ganas de correr para esperar a que parara. Sabía que no iba a parar, y que la inundación cada vez iba a ser peor. Yo lo sabía: no iba a pasar, a menos que…
Y ahí estaba yo, en mi búsqueda. Tenía que encontrarlo. Vi las luces de un videoclub, en una esquina. Quizás, alguien que había visto tanta ficción, me escuchara. No tenía más que pedírselo, y ver qué tal. Así que abrí la puerta, y entré.
Pasé de largo del hombre de las películas infantiles. Hubiera pasado de largo a la pareja, que quería cine condicionado, pero estaban al lado mío. Me abrí el piloto, sin ningún motivo, miré a los ojos al hombre que podía conceder mi desesperado deseo, y lo pedí.
Desesperanzado, vi su cara de sorpresa, el cómo se quedaba mudo. Decidí abandonar la búsqueda. Si ese hombre no se lo tomaba en serio, ya habiéndolo escuchado antes… ¿quién más?

miércoles, 12 de marzo de 2008

Caricias brutales

Una noche es lo mismo que un día. Es casi el sentimiento de estar en terapia intensiva, pero la agonía no encuentra consuelo en la ciencia si no en Dios. Ni siquiera en Dios, es el pensamiento que acosa su cabeza y limita su razón, mientras las paredes parecen a cada momento cerrarse más sobre él.

Pasa el tiempo sentado en el mismo rincón, ahora solo. Ya ha trazado los caminos que unen todas las esquinas de ese calabozo sin ruidos. El tiempo que no pasa inconsciente, juega con los dedos como si ellos fueran de otra mano. Y el tiempo que sí pasa lo pierde entre sus delirios, deseando dormir más.

Edas araña las paredes sin gritar, sin gritar su tortura. Levanta la mirada sin encontrar el péndulo afilado que siente bajar sobre su cabeza. Ese mismo día ha sentido la certeza de la muerte, y ha deambulado arduamente por su territorio vacío. Apoya la frente contra la piedra, ruega que las manos que van a llevárselo sean gentiles, y de rodillas espera a la señal que lo mate.

Los latidos hacen eco en esa cueva y en sus oídos. Lo mismo que los pasos ajenos que tampoco son de ella, pero que quizás sí son suyos, porque resuenan sólo en su cabeza. La sangre pulsa en la yema de sus dedos. El aire no pasa lo suficiente por su garganta, o eso cree Edas, mientras jadea con el gusto de la piedra y lágrimas en la boca. La resignación no apaga el terror de su cuerpo.

Un sonido ahogado le avisa de la hora. Edas grita por el dolor de las caricias brutales. Sigue sin haber péndulo sobre él, pero siente con nitidez cada corte sobre su carne, cada quemadura sobre su piel. Gime el dolor sus miembros rotos, llora la ausencia perpetua de una hija, y después da paso al silencio. El aire ya no le pasa por las cuerdas vocales que podían recibirlo.

Horas más tarde, cuando por fin llegan los que iban a llevarlo a reunirse con su hija, encuentran su trabajo ya hecho.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Escenario de Escenas

La cortina estaba intacta, apenas agitada. El ruido de lluvia invadía sus oídos, haciéndose único. La luz era estridente, pero apenas atravesaba la niebla que cubría todo. Detrás del velo, no se podía ver mucho más que lo que podía imaginarse.

Ahí adentro, el calor asfixiaba. El frío le subía desde los pies a las pestañas, y le hacía temblar. En el suelo, bultos de colores que habían perdido la forma le servían de islas para los pies. Sin ninguna de sus barreras, todo podía tocarlo; podía hacerle llegar todo. El sabor de limpieza, el aroma de la espuma, la falta de caricia del aire. La cortina, impune ante su mirada, no se movía.

El vidrio a su derecha exhibía reflejos difusos.

Los ecos de ese silencio aumentaban la soledad de esas cuatro paredes que ardían. Los pensamientos de un día gris se disolvían en esa bruma caliente. Sólo le hacía falta un movimiento, correr el telón, y así escapar de esa rutina. Ya le quedaba muy poco de lo que deshacerse.

Si extendía la mano, a la izquierda, podía tocar la pila de esponjas de tela que lo esperaban para después, con el aroma de su suavidad. Si movía el pie, hacia delante, podía recordar la orilla de sus últimas vacaciones.

Su suspiro se confundió con la bruma, quedó perdido en el vapor.

Y él entró a la ducha.