domingo, 27 de abril de 2008

Las manos

[original]

Los guantes son como las manos sin huellas digitales: son como caricias que no tienen persona que las haga, aunque tengan persona a la que llegar. Poner un guante es como poner una mesa, una distancia con o sin sentido entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. El guante es como la distancia física, aunque sea estar al lado de otro, o al lado de otra, o de otra cosa.

Siempre está la imposibilidad de mentir con los guantes, que son como una mesa entre dos personas que se miran frente a frente. Están a la vista, y no hay forma de esconderlos a los ojos de los otros; no hay mentira que valga que intente esconderlos de esas miradas. Los guantes no son como los escudos de la mente, que pueden mentirse cuando hay cosas en las que uno no quiere involucrarse, y puede hacer diálogos profundos sin comprometerse de nada, sin poner su huella. Uno puede revestir la palabra de terciopelo, de lana o de cuero, y puede ser más o menos distante sin que haya prueba a la vista de eso, sólo una percepción que puede ser de la inseguridad del otro. Pero uno no puede engañar a la vista, cuando uno toca, uno estrecha, o uno levanta la mano enfundada en un guante. El mensaje es claro: el aislamiento, por el motivo que fuere, la distancia, es concreta.

A lo largo de la historia, los guantes siempre fueron usados para protegerse y como símbolo de lo oculto, como símbolo del gusto, como forma de evitar las impurezas. El frío, lo áspero o lo hiriente, siempre fueron excusas para no entregar las manos desnudas: el guante es la coraza de lo vulnerable. En la batalla, en lo helado, en lo social. O en la fría batalla de lo social.

Todos llevamos guantes, aunque ofrezcan las manos desnudas para estrecharlas. El lenguaje es un guante. Las palabras son aquel guante que encierra nuestros sentimientos. Vivir en la época de la imagen del mundo significa que somos educados para tener guantes todo el tiempo, en todas nuestras relaciones, y tocar siempre a través de una textura invisible todo lo que nos rodea. El raso, la seda o el nylon, al lado de eso, son sólo ilusiones.

Y entonces, aquella libertad de verse sin guantes y moviendo las manos limpias, no es más que un sueño. Nuestros propios sentidos filtran los sueños a través del guante de nuestra memoria. El único momento en que estamos exentos de tocar a través, de vivir a través, es el instante donde no encontramos cómo decir aquello que creemos sentir. Los guantes, entonces, no serían más que un adorno trivial, y de verdad sería una elección nuestra llevarlos.

Por eso, la próxima vez que me dés la mano, no importa que te saques el guante para un instante de sinceridad. No sirve. Tu gesto es lo que importa. Y yo… Yo te entiendo.

...::://~*~*~*~*~*~*~*~\\:::...

[cuasi-prosa poética]

Los guantes son como las manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, distancia entre dos o más, entre una piel o una textura; o quizás un aliento, o tal vez una idea. Distancia física, aún al lado.

Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos de la mente, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el aislamiento, la distancia concreta.

Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado. En lo social.

Todos llevamos guantes, aún con las manos desnudas. El lenguaje es un guante: con las palabras, recubre nuestros sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.

Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.

...::://~*~*~*~*~*~*~*~\\:::...

[cuasi-revisado]

Los guantes son manos sin huellas digitales: caricias sin persona, aunque tengan objeto. Guante es como mesa, como distancia entre una piel o una textura; o un aliento, quizás una idea. Distancia física, aún al lado.

Vedan la mentira; están a la vista. No pueden esconderse. No son como los abrigos del pensamiento, revistiendo la palabra de terciopelo, lana o cuero. La vista es el sentido cruel, y el guante, el mensaje claro: el apartarse, la distancia concreta.

Historia de protección y símbolo de lo oculto, del gusto; el frío, lo áspero o lo hiriente, son las repetidas excusas para no entregar manos desnudas. El guante es coraza de lo vulnerable, en la batalla, en lo helado.

Siempre llevamos guantes. El lenguaje es un guante... recubre los sentimientos. En esa imagen del mundo, tocamos siempre a través de una textura invisible. Y los sentidos filtran sueños a través del guante de la memoria.

Siempre estamos protegidos. Por eso, no te saques tus guantes. Tu mano nunca es un instante sincero. Pero yo… Yo te entiendo.

lunes, 14 de abril de 2008

La nena

La nena aburrida se tiró una vez más de las colitas; y después, decidió saltar del sillón y empezar la búsqueda.

De la mesa, trató de agarrar el papel y la lapicera, pero no alcanzaba. Los manotazos tiraron todo: la nena se agachó a mirar al piso, y trató de encontrar el dado. Gateó dejando rayones en las baldosas blancas, pegando la cara contra el piso, pero el dado no estaba en ningún lado. El living blanco no la ayudaba a encontrar al cubito blanco de puntitos negros.

La nena se levantó desalentada, y revisó el lugar con los ojos grandes como binoculares. Miró al techo buscando el dado, pero lo único que vio fueron esos cuadrados negros chiquitos de donde salía luz. Abrió más los ojos, asombrada. Nunca se había dado cuenta que ese lugar podía ser un dado gigante, y que alguien estuviera jugando con ellos como ella jugaba con el dado que buscaba.

Decidió seguir buscando. Volvió a la mesa, se puso en puntas de pie, y trató de espiar. Con alegría vio que la lapicera había quedado justo en el borde, así que la agarró y se la metió en el bolsillo. No se dio cuenta que estaba pisando el papel, que se había caído. Sí se dio cuenta que acababa de patear el dado; se agachó, sonrió, y lo agarró también.

Caminó en círculos por el living. Seguía aburrida, y no había encontrado lo que estaba buscando. Salió de ahí mirando a los costados, como si fuera a cruzar la calle, y empezó a caminar por un pasillo que no conocía. Su bolsillo empezó a llenarse de tinta azul.

Fue saltando entre las baldosas, jugando a no pisar las líneas. A los tres saltos se aburrió y siguió caminando en silencio, el desliz de sus zapatos como único sonido. Empezó a contarlas, y entonces fueron susurros los que la acompañaron. Palabras que para ella tenían mucho sentido, aunque no sabía contar. Más sentido que la voz que se empezaba a escuchar, cuanto más avanzaba.

La nena jugó al oficio mudo, y se escondió rápido de alguien que no estaba. Creía escuchar una voz, pero esa voz no estaba diciendo nada. Parecía la voz de un loco, aunque también parecía que tenía música. Esperó un minuto, a ver si el silencio volvía: pero el loco y la música seguían ahí, muy suaves. Como muy lejos.

Salió de su escondite en puntas de pie. Se rió para ella. Para no hacer ruido se tiró al suelo, y gateó en dirección a donde escuchaba al loco, lo más rápido que podía. La música era cada vez más fuerte, pero seguía escuchándola muy lejos. Tan lejos como para pensar que podía venir del cielo. Y quizás, pensó la nena, esa puerta de la que salía la música era la puerta del cielo.

Y si eso era el cielo, ella quería entrar. Siempre soñaba que tenía alas y podía volar.

Se estiró todo lo que pudo y se agarró al picaporte antes de caerse; la puerta resistió, intentó abrirse, y siguió cerrada. La nena hizo un puchero a ver si le daba lástima a la puerta, pero no pasó nada. Lo único, el loco y la música dejaron de escucharse después de un sonido metálico.

Intentó una vez más. La puerta no quería escuchar sus caprichos. La nena pidió, exigió, gritó y pataleó, pero nada. Al final, convencida de que no querían abrirle, agarró la lapicera del bolsillo y apoyó la punta en la madera. La lapicera sí era buena, era sencilla y redondeada, y sí la dejó hacer lo que quería. Encima de la puerta mala, la dejó dibujar otra puerta de su altura, que sí estaba abierta, y que sí iba a dejarla pasar.

La nena se preparó para intentar pasar por la abertura de las líneas azules. Se tiró de las colitas antes de empezar a correr. Y no llegó a dar tres pasos, cuando la puerta mala se abrió y apareció alguien.

El hombre de barba desprolija la miró alarmado. Sostenía una radio en la derecha y un destornillador en la izquierda. La nena le devolvió una mirada asombrada, incrédula. No se puso a mirar la barba crecida, ni la radio de dos parlantes, ni el destornillador oxidado: inclinó la cabeza y miró a través de la puerta abierta. Pero no vio la escalera para arriba, ni celeste, ni nubes ni dorado: había una escalera para abajo, una pieza limpia pero oscura… y la nena dejó de mirar, con miedo a que de esa oscuridad saliera algo como de debajo de la cama. Al fin de cuentas, ese lugar estaba debajo de la casa.

- ¡Mirá! – dijo el hombre, emocionado, mostrándole la radio. La dio vuelta, con el destornillador movió una de las tres perillas que le faltaban, y después apretó el botón verde. El loco y la música volvieron, sobresaltando a la nena. - ¡Lo logré! ¡Anda!

La nena lo miró con cara de no entender. Pasó la vista del botón verde a la barba del hombre, de la barba a la puerta pintada, y de la tinta azul a su bolsillo. Sacó el dado. Lo miró y se lo ofreció con una sonrisa. El hombre, con un repentino gesto de culpa, se olvidó de la radio y lo agarró.

- ¡Piedra libre! – gritó la nena, y se fue corriendo. Tres días, pero al fin lo había encontrado.

El hombre la perdió de vista. Se quedó quieto. Un minuto después se dio vuelta, tiró la radio de nuevo al sótano y cerró, esta vez del lado de afuera. Se fue por el pasillo, siguiendo a la nena, jugueteando con el dado entre los dedos. La moraleja de la historia era que Rod Stewart no se merecía tres días de la vida de su hija.