martes, 12 de febrero de 2008

Un día en la vida

IGUALES



Él se levanta todos los días a un horario irregular: hace muchos años que no se despierta, como siempre lo hacía, a una hora temprano como si tuviera un reloj incorporado al sueño. Hace muchos años que tampoco se acuesta religiosamente a la misma hora, en la espera de descansar lo necesario para resistir un día completo, lleno de conflictos y cansancio.

Se sienta en su cama y quiere estirarse, pero le duele el cuerpo. Cojea siempre al mismo ritmo hasta el baño, que ahora agradece que esté tan inmediato a su alcoba. Repite una misma rutina de espuma y navajas con una maestría sabia, siempre dejándose el mismo bigote y la misma barba. Se mira al espejo, lava sus manos casi por cortesía a la higiene, y sale hacia la cocina. Arrastra su radio, que cansadamente siempre en amplitud modulada le grita noticias que no deberían interesarle.

Dependiendo del día, de a qué hora se haya logrado acostar luego de horas de insomnio hasta quedar dormido en su sillón, desayuna o almuerza, o directamente toma sus cosas del momento y sale. A veces nada, porque el médico le ha dicho que el movimiento en el agua podría aliviar un poco la oxidación que se va comiendo su cuerpo e invitando al avance de sus enfermedades; a veces sólo oficia de sujeto cariñoso y se queda con sus tantos amores que viven casi al lado, corriendo a su alrededor y comiéndole lo poco que le dejan tener en la heladera. Ese día decide dar paso a su cansancio y sólo quedarse en su casa, leyendo o comunicándose con los eruditos de la historia, a quienes admira en una materia que el apasiona.

Su tarde transcurre como transcurren todas desde hace muchos años: iguales. El sentimiento de inutilidad lo posee y, como le pasa de a ratos, lo destroza. Le tienen prohibido asomar a un volante, pero él desafía toda regla y maneja alrededor de su barrio, para ir a comprar fruta, para simplemente sentir que todavía no es tan dependiente como le hacen sentir. Que todavía no está tan terminal, tan muerto.

Vuelve a su casa, se quita su boina y cuelga su campera. Deja el celular lejos, ese aparato que aprendió a manejar pero que nunca va a lograr entender. Y asoma a la cocina con sus bolsas, cojeando, recibiendo los retos que esperaba desde su salida, y sonríe haciendo un comentario que a su esposa la hace guardar un silencio avergonzado. Cincuenta años, piensa mientras la mira con afecto, y se sigue sonrojando frente a su humor descarado. Se sienta a escuchar la radio, después a mirar el noticiero, y a conversar con ella en la espera de la comida que lo llene hasta que ella lo deje para acostarse y él vuelva a su sillón.

Para volver a quedarse dormido, y volver a despertase luego. Y que todos sus días sean iguales.

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