miércoles, 20 de agosto de 2008

Cuentagotas


[A A. ]

Habían perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaban juntos; ni siquiera él había contado los días desde la primera vez que se habían visto. Se había pasado todo muy rápido desde ese momento, hasta desdibujar la precisión de los calendarios. Tampoco tenían idea de hacía cuánto convivían; quizás un vago recuerdo de una fecha inexacta, alguna certeza asociada con un objeto, o con un viaje. Pero los dos sabían, con hora y día exacto, la última vez que habían hecho el amor.

Se paseaban por la casa como fantasmas, sumidos en aquel letargo somnoliento de las obligaciones. Con las cabezas bajas y los ojos en alto, hacían que sus días transcurrieran en una normalidad que siempre habían evitado. Pero por algún motivo, cansados de todo y hasta de sí mismos, habían dejado de buscar en el otro el quiebre de la rutina. Estaban abandonados a un sentimiento que nunca habían experimentado entre ellos, una distancia densa llena de angustia y hastío. Él pasaba cada vez más tiempo encerrado en su trabajo; y ella, cada vez, estaba más horas fuera de la casa.

Se cruzaban a menudo, siendo ambos habitantes de un mismo encierro, pero sus conversaciones se resumían a palabras de rigor. Él le contaba demasiado, sin que nadie preguntara detalles, y ella cada vez iba hablando menos, incluso cuando se lo pedía. Al final, sus cruces eran como monólogos sin ninguna conexión, y aquello empezó a dolerles. Ante el dolor, empezaron a sentirse atrapados. Entonces, cada vez que uno decía algo, el otro parecía dispuesto a echárselo abajo, en un intento de escapar.

Así, dejaron de escucharse y llegaron al silencio absoluto, el de las palabras vacías. Pasaron a ser viejos desconocidos, durmiendo en el mismo lecho de espinas. Se aferraron a la compañía de su soledad, y se sintieron convencidos que ninguno tenía ganas de hacer nada por la situación. Se miraban desde lejos al cruzarse, a la expectativa de que el otro les dirigiese la palabra; pero ninguno hablaba. Terminaron creyendo en la máxima que les había enseñado la vida: que lo bueno de vivir en el silencio es que cuando uno aprende su lenguaje, la falta de palabra deja de doler. Y dejaron transcurrir el tiempo, cada vez más cansados, hasta que creyeron haber perdido lo que los había unido, y haber dado paso a que los consumiera la costumbre.

Un día, ella entró a la habitación que debía estar vacía. Él, que ya no dormía en su cama, trató de no mirarla mientras terminaba de vestirse. La piel les ardía de la falta de caricias, y las agujas de la falta de atención les agujereaban el pecho. El orgullo primero, la costumbre después, y finalmente el miedo, les había paralizado e impedido preguntar. A esos metros escasos, con la figura de ella recortada desde el marco por la luz a sus espaldas, supieron que habían llegado al límite. No quedaba nada más.

- ¿Quién fue? – preguntó ella, y se le quebró la voz altiva -. ¿Quién fue el que dejó que cayéramos en esta mierda?

Él sintió los ojos arder con fuerza al recorrer la figura de la que había sido su mujer. Las lágrimas que le invadían la cara parecían gritar que lo seguía siendo. Y no supo qué decirle, no encontró respuesta a semejante pregunta; sólo se aflojó y cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos, y dejó explotar la tensión. Habían sido ambos. O sólo las circunstancias. O ninguno.

Lo último que vio fueron los pies de ella, sus pasos ágiles, dejando el marco.

2 comentarios:

Madame Guignol dijo...

Angustiante.

Bien descrito y montado. Creo que todos podemos reconocernos un poco en este relato.

Tiene ritmo.

Enhorabuena.

Besos

mabel dijo...

qué historia, Jules, me resulta conocida,me gustó el ritmo que le diste y lo bien que montaste la rutina que va agotando el amor.
Besos, sigo leyéndote.
mabel