jueves, 17 de julio de 2008

Sin patria


Cuando le preguntabas por su nacionalidad, él sonreía. Se sacaba los lentes, se frotaba los ojos con paciencia, y se los volvía a poner. Te miraba a ojos, como si fuera una pregunta tonta o de respuesta obvia; y cuando se daba cuenta que no lo entendías, se reía. Sonreía más. Entonces, te comentaba que él no creía en las fronteras de los países; pero que además, no sentía pertenencia a ningún lugar. Que siempre había sido un extranjero, incluso en la tierra en la que había nacido.

Si le preguntabas por su profesión, o mejor por su vocación, él decía que era periodista. Recién ahí a vos te cuadraba el pelo corto y despeinado, la ropa informal, el bolso con la correa cruzándole el pecho y esa mirada directa a las pupilas. Y antes que pudieras preguntar dónde, él te contaba que se había vuelto independiente hacía un par de años; lo decía entrecerrando los ojos y sonriendo apenas, como acordándose de algo.

No necesitabas preguntarle su edad: de sólo verlo una vez, podías adivinarla. Siempre llegaba a vos con el casco abajo del brazo, caminando con la agilidad de un deportista entrenado: se desabrochaba la campera, acomodaba el bolso y dejaba que empezara la charla. Podían hablar de cualquier tema; él siempre le ponía igual pasión a todo. Pero cuando se empezaba a hablar de la verdad, las ideologías, el poder y la política, le empezaban a brillar más los ojos.

Si le preguntabas si era soltero o estaba en pareja, se le iluminaba más la sonrisa. Hasta ese momento, te hablaba con su tono grave y su dejo de sensualidad; a partir de ahí, hasta el tono le cambiaba. Sonreía: te decía que estaba perdidamente enamorado, y que “pareja” le quedaba chico a ella. La había conocido en Rosario, muchos años atrás, y habían estado juntos en la resistencia. Siempre hacía un momento de silencio, mirando a la nada y sonriendo ampliamente, como perdido en algún recuerdo: después volvía a la charla, como si nunca se hubiera ido.

Y cuando le preguntabas qué era eso de la resistencia, él siempre te miraba a los ojos unos segundos; con un dedo, se tocaba suavemente una cicatriz pequeña en la cara. Entonces, te decía que la verdad y el poder podían ser uno solo, si no había quienes lucharan contra eso, y si no había quien quisiera una verdad lo menos corrupta posible. Que el poder ya jerárquico no servía, pero que peor todavía era un poder de facto. Vos lo mirabas, preguntándote si realmente te lo podías imaginar con una bomba molotov en la mano, y él sonreía ante tu silencio. La misma sonrisa de cuando le preguntabas por su nacionalidad.

Al final, no se te ocurría nada más para preguntarle. Te lo quedabas mirando, y te parecía que los ojos verdes atrás de los lentes te traspasaban. A diferencia de vos, él no te preguntaba muchas cosas: tenía otras formas de saber lo que quería. Vos nunca te sentías interrogado. Y después cuando se iba, porque siempre tenía algo que hacer, te sonreía; y antes de perderse entre la gente, te saludaba con un perfecto au revoir.


Jérome Fernández
[ a S.S.G. ]




No hay comentarios: