Una noche es lo mismo que un día. Es casi el sentimiento de estar en terapia intensiva, pero la agonía no encuentra consuelo en la ciencia si no en Dios. Ni siquiera en Dios, es el pensamiento que acosa su cabeza y limita su razón, mientras las paredes parecen a cada momento cerrarse más sobre él.
Pasa el tiempo sentado en el mismo rincón, ahora solo. Ya ha trazado los caminos que unen todas las esquinas de ese calabozo sin ruidos. El tiempo que no pasa inconsciente, juega con los dedos como si ellos fueran de otra mano. Y el tiempo que sí pasa lo pierde entre sus delirios, deseando dormir más.
Edas araña las paredes sin gritar, sin gritar su tortura. Levanta la mirada sin encontrar el péndulo afilado que siente bajar sobre su cabeza. Ese mismo día ha sentido la certeza de la muerte, y ha deambulado arduamente por su territorio vacío. Apoya la frente contra la piedra, ruega que las manos que van a llevárselo sean gentiles, y de rodillas espera a la señal que lo mate.
Los latidos hacen eco en esa cueva y en sus oídos. Lo mismo que los pasos ajenos que tampoco son de ella, pero que quizás sí son suyos, porque resuenan sólo en su cabeza. La sangre pulsa en la yema de sus dedos. El aire no pasa lo suficiente por su garganta, o eso cree Edas, mientras jadea con el gusto de la piedra y lágrimas en la boca. La resignación no apaga el terror de su cuerpo.
Un sonido ahogado le avisa de la hora. Edas grita por el dolor de las caricias brutales. Sigue sin haber péndulo sobre él, pero siente con nitidez cada corte sobre su carne, cada quemadura sobre su piel. Gime el dolor sus miembros rotos, llora la ausencia perpetua de una hija, y después da paso al silencio. El aire ya no le pasa por las cuerdas vocales que podían recibirlo.
Horas más tarde, cuando por fin llegan los que iban a llevarlo a reunirse con su hija, encuentran su trabajo ya hecho.
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