La cortina estaba intacta, apenas agitada. El ruido de lluvia invadía sus oídos, haciéndose único. La luz era estridente, pero apenas atravesaba la niebla que cubría todo. Detrás del velo, no se podía ver mucho más que lo que podía imaginarse.
Ahí adentro, el calor asfixiaba. El frío le subía desde los pies a las pestañas, y le hacía temblar. En el suelo, bultos de colores que habían perdido la forma le servían de islas para los pies. Sin ninguna de sus barreras, todo podía tocarlo; podía hacerle llegar todo. El sabor de limpieza, el aroma de la espuma, la falta de caricia del aire. La cortina, impune ante su mirada, no se movía.
El vidrio a su derecha exhibía reflejos difusos.
Los ecos de ese silencio aumentaban la soledad de esas cuatro paredes que ardían. Los pensamientos de un día gris se disolvían en esa bruma caliente. Sólo le hacía falta un movimiento, correr el telón, y así escapar de esa rutina. Ya le quedaba muy poco de lo que deshacerse.
Si extendía la mano, a la izquierda, podía tocar la pila de esponjas de tela que lo esperaban para después, con el aroma de su suavidad. Si movía el pie, hacia delante, podía recordar la orilla de sus últimas vacaciones.
Su suspiro se confundió con la bruma, quedó perdido en el vapor.
Y él entró a la ducha.
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