Hay una escuela primaria perdida en el mundo. Hay un salón lleno de chicos en su caos habitual. Hay grupos dentro del grupo, que se dan la espalda o que hostigan a los que no son de los suyos. Hay parejas dentro del último grupo, que se inclinan encima de una hoja número tres haciendo la tarea. Hay uno de la pareja, desconcentrado, que agacha la cabeza para no despegar la vista del pupitre. En sus manos, que le esconde a su amigo, acaba de caer un papel escrito de forma tosca y de mensaje primitivo.
“No valés nada”
Ese mismo chico se lleva después la nariz de otro. La agresión causa revuelo en un colegio que se vanaglorió siempre por el diálogo y la tranquilidad. La inmediata marginación del agresor y la lástima hacia la víctima no se hacen esperar. Se pone al primero en el escenario del circo de los horrores, se le apunta con un foco al medio de la cara, y se lo interroga como a un adulto. Se lo exhibe ante todos los espectadores, ante el jurado que tiene que aprobar la medida, castigar la falta de civilización, estar de acuerdo con que así no se puede convivir. Ese mismo chico, cegado por la luz y mudo por la condena, destruido, no logra decir que la víctima que sangra era el remitente del papel.
La disciplina es la expulsión. Es el derecho de la mano dura, porque donde todo es materia de prueba, se castigan los actos evidentes y los resultados insoslayables. Lo evidente que está frente a nosotros, lo tangible sobre lo que podemos juzgar a ciencia posiblemente cierta. El escándalo nos entra por los ojos en un solo momento, no por los oídos en una acumulación continuada. En la sociedad del resultado, no juzgamos el armado de la bomba: sólo condenamos el estallido, si es que estalla.
La violencia es un cáncer. Nos paraliza en el peor de los sentidos: el que no tiene remedio. Siglos de tiempo nos dicen que la historia no se enseña por los períodos de paz, si no por los hitos de guerra. Estamos convencidos de que el hombre fue nacido para la agresión, y que la sociedad existe para detenerlo; porque si no, en la ley de la selva donde sólo el más fuerte sobrevive, la violencia es el único método del poder. Y nos aferramos a esta estructura falaz para quedarnos tranquilos de que eso nos evita vivir bajo un estado de naturaleza, desprotegidos de la locura ajena. Somos paranoicos de aquel miedo físico.
¿Y qué hacemos con lo demás, entonces? ¿Qué hacemos con la violencia que no es tangible como la sangre o como una trompada? ¿Vale todo, mientras no nos pongamos las manos encima?
“No valés nada”
La viveza civilizada de agredir sin dejar pruebas físicas es uno de los inventos más funestos de la humanidad. Es uno de los productos más acabados de la civilización, que se ampara en las apariencias y en los límites de tolerancia de la convivencia, donde todo es relativo excepto una nariz sangrando o un ojo en negro. Donde la libertad de elección es tanto un derecho como un deber, porque al tener la capacidad de elegir qué hacer, se presupone que siempre somos capaces de elegir la civilización. Atrás se quedan, enredados en esta falacia, los límites que se desbordan ante el dolor. Atrás queda el entendimiento de que existen circunstancias de igual o peor calibre que un golpe que hace sangrar. Pero es que mientras la herida no esté allí, puede ser que no exista; hay que ser objetivos en el análisis, apegados a la realidad. Si no está allí, podemos dudar que haya estado.
¿Cuánto vamos a tardar en ver la violencia psicológica, la agresión moral? ¿Cuánto más vamos a seguir hablando de paz por la falta de bombas, mientras en el interior de las fronteras se libran las peores guerras de los milenios del hombre?
Mientras sigamos relativizando todo lo que no sea físico, continuaremos ascendiendo en esta espiral de agresión en la que, como guerra fría, somos soldados todos los días. Mientras continuemos castigando sólo el resultado y no observemos el proceso, seguiremos mandando el mensaje de que todo está bien, mientras seamos lo suficientemente inteligentes para que no se note. Que lo que está mal no es la violencia, es que los demás la vean. Muchachos, sigan con lo suyo, pero entrénense en el sigilo, entrénense en la sutileza: somos tolerantes de que sean hijos de puta, pero no podemos seguir funcionando si son evidentes. Nuestro delicado mundo de instituciones ciegas tiene que reaccionar frente a lo obvio, para neutralizarlo; lo demás, bueno, es parte de la vida, es cosa de cada uno.
La igualdad ante la ley o ante el castigo es una mentira. No hay igualdad posible cuando los criterios que nos rigen no son amplios como deberían ser. No, cuando la autoridad se rige sólo por la causa y el efecto, donde un puño cerrado volando en el aire es causa ineludible de una nariz rota, y el maltrato verbal sistemático de uno hasta otro tiene la posibilidad de no ser la causa del puño cerrado que termina en la nariz rota. No siempre hay justicia cuando la justificación de castigar a uno e indultar a otro se ampara en hablar de que somos libres, de que somos seres con razón, y que como dueños totales de nuestras acciones, podemos elegir a todo momento cómo reaccionar. Sobreestimamos al hombre.
La violencia no debe ser defendida ni alentada. La violencia no debería existir. Pero, como pareciera ser que viene inherente al código genético de la biología del mundo y el esqueleto de la sociedad, tenemos que ser de verdad concientes. Vivimos en un mundo de palos y de lenguaje. Vivimos tanto con nuestro cuerpo como con nuestra razón. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que para la violencia y para lastimar vidas, a veces, da lo mismo una palabra que un kalashnikov?
1 comentario:
La puta violencia verbal es, para quienes no tuvimos la suerte de nacer con esa "viveza" de no ir de frente, uno de los castigos más grandes que existen.
Ojalá (y llevo 50 años años intentándolo) las nuevas generaciones puedan encontrar el formato para poder sobrevivir a ello, aún a costa de mil narices rotas.
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