viernes, 22 de agosto de 2008

La otra


Un día, al ser atropellada en una calle del centro, Helena se dio cuenta que todavía pensaba en ella. Le vino a la mente su cara cuando le decía que tratar con desprecio estaba mal. También, su dedo índice, siempre en alto, poniéndole ejemplos para que nunca se lo olvidara: el hombre que no estrecha una mano ofrecida; el jefe que maltrata a sus empleados sólo por ser empleados. O, finalmente, el conductor que se estaciona en medio de la senda peatonal.

El movimiento del índice se volvió un limpiaparabrisas. Cayó la lluvia torrencial sobre el asfalto, y le hizo sentir el aroma del invierno. Le volvió aquella vez en que Helena había estado en cama, gracias a una gripe que se había contagiado en la escuela, y había nevado en Buenos Aires. Mientras Helena trataba de mirar por la ventana aunque sólo veía blanco, ella había salido desabrigada a la calle. Había vuelto con las manos violetas, una montaña de aguanieve para regalarle, y una gran sonrisa. Ella parecía revivir en el frío.

La nieve se escurrió en sus manos sin sensibilidad. A lo lejos, el sonido de alguna campana de cobre anunció el final. Ella tenía que pasar a buscarla por el aula donde Helena la esperaba, siempre en soledad, porque todos ya se habían ido. Pero el tiempo pasaba, como si fueran años, y ella no llegaba. En la espera, todo se había vuelto oscuro; y recortada en la penumbra, paciente, Helena dibujaba su cara con tizas de colores.

La roja se partió cuando escuchó su voz. Ella siempre había tenido un tono agradable; pero ahí se lo escuchaba extraño, ponía la piel de gallina, como una uña quebrada acariciando un pizarrón. Helena nunca lo había percibido así; sintió la preocupación destruirle el pecho. Y antes de darse cuenta la buscaba en la oscuridad, usando sus palabras de brújula, mientras la llamaba a gritos.

Los sonidos se juntaron y se derramaron, colmando el recipiente ya al borde de su resistencia. Unas manos frías terminaron por romper las paredes de cristal. Y entonces, sólo entonces, Helena se derramó sobre esa cama de sábanas blancas, y abrió los ojos al cielo de cemento.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Cuentagotas


[A A. ]

Habían perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaban juntos; ni siquiera él había contado los días desde la primera vez que se habían visto. Se había pasado todo muy rápido desde ese momento, hasta desdibujar la precisión de los calendarios. Tampoco tenían idea de hacía cuánto convivían; quizás un vago recuerdo de una fecha inexacta, alguna certeza asociada con un objeto, o con un viaje. Pero los dos sabían, con hora y día exacto, la última vez que habían hecho el amor.

Se paseaban por la casa como fantasmas, sumidos en aquel letargo somnoliento de las obligaciones. Con las cabezas bajas y los ojos en alto, hacían que sus días transcurrieran en una normalidad que siempre habían evitado. Pero por algún motivo, cansados de todo y hasta de sí mismos, habían dejado de buscar en el otro el quiebre de la rutina. Estaban abandonados a un sentimiento que nunca habían experimentado entre ellos, una distancia densa llena de angustia y hastío. Él pasaba cada vez más tiempo encerrado en su trabajo; y ella, cada vez, estaba más horas fuera de la casa.

Se cruzaban a menudo, siendo ambos habitantes de un mismo encierro, pero sus conversaciones se resumían a palabras de rigor. Él le contaba demasiado, sin que nadie preguntara detalles, y ella cada vez iba hablando menos, incluso cuando se lo pedía. Al final, sus cruces eran como monólogos sin ninguna conexión, y aquello empezó a dolerles. Ante el dolor, empezaron a sentirse atrapados. Entonces, cada vez que uno decía algo, el otro parecía dispuesto a echárselo abajo, en un intento de escapar.

Así, dejaron de escucharse y llegaron al silencio absoluto, el de las palabras vacías. Pasaron a ser viejos desconocidos, durmiendo en el mismo lecho de espinas. Se aferraron a la compañía de su soledad, y se sintieron convencidos que ninguno tenía ganas de hacer nada por la situación. Se miraban desde lejos al cruzarse, a la expectativa de que el otro les dirigiese la palabra; pero ninguno hablaba. Terminaron creyendo en la máxima que les había enseñado la vida: que lo bueno de vivir en el silencio es que cuando uno aprende su lenguaje, la falta de palabra deja de doler. Y dejaron transcurrir el tiempo, cada vez más cansados, hasta que creyeron haber perdido lo que los había unido, y haber dado paso a que los consumiera la costumbre.

Un día, ella entró a la habitación que debía estar vacía. Él, que ya no dormía en su cama, trató de no mirarla mientras terminaba de vestirse. La piel les ardía de la falta de caricias, y las agujas de la falta de atención les agujereaban el pecho. El orgullo primero, la costumbre después, y finalmente el miedo, les había paralizado e impedido preguntar. A esos metros escasos, con la figura de ella recortada desde el marco por la luz a sus espaldas, supieron que habían llegado al límite. No quedaba nada más.

- ¿Quién fue? – preguntó ella, y se le quebró la voz altiva -. ¿Quién fue el que dejó que cayéramos en esta mierda?

Él sintió los ojos arder con fuerza al recorrer la figura de la que había sido su mujer. Las lágrimas que le invadían la cara parecían gritar que lo seguía siendo. Y no supo qué decirle, no encontró respuesta a semejante pregunta; sólo se aflojó y cayó de rodillas, se tapó la cara con las manos, y dejó explotar la tensión. Habían sido ambos. O sólo las circunstancias. O ninguno.

Lo último que vio fueron los pies de ella, sus pasos ágiles, dejando el marco.

lunes, 18 de agosto de 2008

Espiral


Gritás “Auxilio” cuando te encontrás con el borde; y yo, como siempre, no estoy atrás tuyo. Todavía estoy corriendo, saltando ramas y pateando piedritas; tratando de seguir tus huellas que, con mis pasos tan cortos, me parecen la caminata de un gigante. Me retrasó el hundirme hasta la rodilla en un charco de barro, y vos no te diste cuenta, porque nunca mirás atrás.

Levanto la mirada mientras me acerco, y creo que vos hacés un equilibrio precario allá. Desde tanta distancia, y con la vista nublada y la taquicardia, no puedo jurar nada de lo que estoy viendo. Un parpadeo, y te hamacás en tus propios cuernos; al otro, a lo lejos se terminan de desdibujar las montañas, y tu carcajada hace que los árboles se tambaleen. Tengo miedo de llegar tarde, y sigo corriendo sin mirar al piso, mientras la gran imagen se volatiliza y yo voy perdiendo cada vez más detalle.

Sin darme cuenta, de repente, estoy a tus espaldas. Vos tenés la mirada perdida en el río debajo del desnivel, y la posición de un equilibrista experto. Yo parezco un perro gordo, pero muerto de hambre, que ha visto el último hueso del mundo. Vos estás al borde de la cornisa, impecable pero en peligro, y yo estoy ahí atrás, todo un desastre para salvarte. Las diferencias entre nosotros siempre estuvieron así de marcadas.

Dirás “Ayudame”, y me imagino que sonreirás al saber que habré llegado a tiempo. Yo también estaré sonriendo, al ver que no te has caído antes que yo llegara. Así, ¡por fin!, podré ser yo quien te empuje al abismo.