EL HÉROE
A P.
El sargento se movió en su silla, incómodo, al darse cuenta que en un descuido se había encorvado. Y después volvió a sentarse recto, derecho y erguido como le gustaba verse, tal como le habían enseñado. No había nadie más en esa habitación, ninguna cámara que pudiera ver cada uno de sus gestos; sin embargo, para el sargento la disciplina trascendía la guardia, el orden debía existir siempre y el control ser el último medio de imponerlo.
Hizo un esfuerzo para no continuar moviéndose. Estaba impaciente. Sentado frente a esa única puerta oscura, que le ocultaba lo que sucedía en la habitación de junto, nadie le decía nada. Nadie había salido de allí en todo el tiempo que había pasado esperando, para darle alguna información sobre lo que estaba sucediendo. Y el sargento quería saber, necesitaba saberlo, pero la orden había sido que esperara a los resultados.
Por un momento, pensó que era gracioso. Su paso por las Fuerzas Armadas había comenzado justamente por ser descreído de las reglas ajenas. Y aunque profesaba la disciplina y la rigidez como una forma de vida, y hasta se comportaba de forma represora y autoritaria en las ocasiones que lo ameritaban, siempre había peleado contra la corriente de un código de honor ajeno al suyo. Había resistido a la corrupción de un sistema. Toda una vida a contramarea.
Pasó las manos por las piernas, y luego las devolvió a su gorra, puesta cuidadosamente sobre su regazo de su pantalón de traje perfectamente planchado. Sin darse cuenta, aferró la gorra y la mantuvo casi comprimiéndola, casi haciéndola rehén de su expectativa. La llevó contra su pecho, mantuvo la presión de los dedos por un momento, y luego la bajó otra vez. Se alisó los pantalones y siguió esperando, mientras caían las sombras por la persiana cerrada a medias. La luz ambiente hacía brillar la vaina de su sable.
Su pecho no estaba cubierto de medallas. Apenas tenían sus hombros los distintivos de una labor humilde, relegada de los honores y de los reconocimientos. Aún así, el sargento vestía su casaca con orgullo, manteniendo los hombros rígidos y los músculos tensos, aunque la espera había empezado a arrugarla. Una espera que no sabía cuándo iba a conocer su fin, y cuyo fin además era incierto, pero que ya se había hecho demasiado larga. Como si hubieran sido años. El sargento se había visto pasar de su postura erguida y desafiante a una abatida por el cansancio, y posteriormente a una encorvada por la fatiga y la falta de soluciones. Ahora, una vez más, esperaba erguido a que alguien le informara.
El sonido de una llave girando lo hizo reaccionar. Se puso de pie inmediatamente, poniéndose la gorra en un gesto mecánico. Estuvo a punto de hacer el saludo militar correspondiente, pero no salió ninguno de sus superiores como esperaba: salieron médicos, hombres de batas blancas con barbijos y guantes manchados de sangre, con ojeras, cansados y traspirados. El sargento los observó sin sorpresa, mientras se alejaban en varias direcciones distintas sin mirarlo a los ojos, y finalmente lo dejaban solo de nuevo en la habitación.
Tuvo que esperar unos segundos más antes de que saliera alguien que sí fuera a decirle algo. El hombre que traspasó el marco debía ser de su altura, pero sus medallas lo ubicaban mucho más alto, y el sargento le rindió un respeto con disciplina que fue correspondido por el otro. El superior le hizo un gesto, cargado de cansancio y ojeras, y movió negativamente la cabeza.
- Sargento Pablo Valle – dijo. – Se acabó la última batalla. Se ha perdido la guerra.
El sargento Valle no se sorprendió por el resultado, que era el esperable, pero aún así un acceso de adrenalina y cierto dolor le cruzó por el cuerpo. No descuidó un momento su postura. El superior lo miró de reojo, y volvió a negar con la cabeza. Esta vez, sonreía.
- Descanse. Le informo que ha sido promovido a un cargo superior, por su bizarra demostración de valentía en el campo de batalla, sobre todo en las últimas libradas en esta guerra que viene de largo tiempo, a pesar de la adversidad del resultado.
Ya relajado, adoptando la postura rígida y derecha que siempre tenía al permanecer de pie, el sargento volvió a tensarse. Eso sí que no lo esperaba, y miró a los ojos a su superior con esa incredulidad y confusión bien marcadas: su experiencia, sus enseñanzas, siempre le habían indicado que al que pierde lo máximo que recibe es su vida a cambio, o una experiencia más sobre la cual fortalecerse. A los perdedores no se los asciende.
- Señor. No comprendo la resolución, señor.
El superior le sonrió simpáticamente. Se lo veía exhausto y adolorido, como ausente.
- Necesita usted un descanso, Valle. Se ha analizado su desempeño por completo, y se ha convenido que es lo que usted merece. Para algunos, es usted un héroe. Por ello, en motivo de su ascenso, va a ser usted trasladado.
El sargento Valle negó con la cabeza, antes de darse cuenta.
- Señor. He sido trasladado ya muchas veces. Pido autorización para quedarme.
- Denegada. Es una orden directa que usted continúe desempeñándose en otro sitio, de acuerdo a su nuevo rango y con bastantes más comodidades que en éste.
- Señor. Mi familia...
- Valle, se ha perdido la guerra.
El sargento Valle hizo un silencio contemplativo. En ese momento, entendió perfectamente lo que el superior le estaba diciendo, y evitó suspirar tan hondo como quería hacerlo, cerrar los ojos y dejarse llevar por eso. En cambio, se llevó una mano a la gorra y se la quitó, para llevársela del lado hueco hasta apoyarla sobre su pecho que había dejado de respirar. Cerró los ojos, inclinó un poco la cabeza hacia delante, y asintió.
- Lo entiendo. ¿Cuándo es mi partida?
- Ahora mismo – el superior miró un reloj de muñeca que parecía inexistente. – No puede usted demorarse mucho, Valle. Le esperan.
- ¿Se le comunicará a mi familia que...?
- Su familia será avisada en el momento que usted pase por el marco de esa puerta. Déjelo en nuestras manos.
El sargento asintió nuevamente. Mientras caminaba por los pasillos oscuros buscando la luz de la puerta de salida, se puso la gorra nuevamente. Irguió los hombros y enderezó su paso, aunque nadie lo miraba ya ni era seguido; y ya casi llegando a la puerta, se detuvo. Pensaba en su familia, en su mundo que dejaba. Tomó aire profundamente, y con la cabeza en alto, como no la había tenido en esos siglos de espera, puso la mano en el picaporte. La puerta se abrió, y él supo que no tenía picaporte del otro lado. Pensó en el viaje del héroe, que no tenía retorno. La dejó cerrarse a sus espaldas, con un suspiro trémulo.
Hizo un esfuerzo para no continuar moviéndose. Estaba impaciente. Sentado frente a esa única puerta oscura, que le ocultaba lo que sucedía en la habitación de junto, nadie le decía nada. Nadie había salido de allí en todo el tiempo que había pasado esperando, para darle alguna información sobre lo que estaba sucediendo. Y el sargento quería saber, necesitaba saberlo, pero la orden había sido que esperara a los resultados.
Por un momento, pensó que era gracioso. Su paso por las Fuerzas Armadas había comenzado justamente por ser descreído de las reglas ajenas. Y aunque profesaba la disciplina y la rigidez como una forma de vida, y hasta se comportaba de forma represora y autoritaria en las ocasiones que lo ameritaban, siempre había peleado contra la corriente de un código de honor ajeno al suyo. Había resistido a la corrupción de un sistema. Toda una vida a contramarea.
Pasó las manos por las piernas, y luego las devolvió a su gorra, puesta cuidadosamente sobre su regazo de su pantalón de traje perfectamente planchado. Sin darse cuenta, aferró la gorra y la mantuvo casi comprimiéndola, casi haciéndola rehén de su expectativa. La llevó contra su pecho, mantuvo la presión de los dedos por un momento, y luego la bajó otra vez. Se alisó los pantalones y siguió esperando, mientras caían las sombras por la persiana cerrada a medias. La luz ambiente hacía brillar la vaina de su sable.
Su pecho no estaba cubierto de medallas. Apenas tenían sus hombros los distintivos de una labor humilde, relegada de los honores y de los reconocimientos. Aún así, el sargento vestía su casaca con orgullo, manteniendo los hombros rígidos y los músculos tensos, aunque la espera había empezado a arrugarla. Una espera que no sabía cuándo iba a conocer su fin, y cuyo fin además era incierto, pero que ya se había hecho demasiado larga. Como si hubieran sido años. El sargento se había visto pasar de su postura erguida y desafiante a una abatida por el cansancio, y posteriormente a una encorvada por la fatiga y la falta de soluciones. Ahora, una vez más, esperaba erguido a que alguien le informara.
El sonido de una llave girando lo hizo reaccionar. Se puso de pie inmediatamente, poniéndose la gorra en un gesto mecánico. Estuvo a punto de hacer el saludo militar correspondiente, pero no salió ninguno de sus superiores como esperaba: salieron médicos, hombres de batas blancas con barbijos y guantes manchados de sangre, con ojeras, cansados y traspirados. El sargento los observó sin sorpresa, mientras se alejaban en varias direcciones distintas sin mirarlo a los ojos, y finalmente lo dejaban solo de nuevo en la habitación.
Tuvo que esperar unos segundos más antes de que saliera alguien que sí fuera a decirle algo. El hombre que traspasó el marco debía ser de su altura, pero sus medallas lo ubicaban mucho más alto, y el sargento le rindió un respeto con disciplina que fue correspondido por el otro. El superior le hizo un gesto, cargado de cansancio y ojeras, y movió negativamente la cabeza.
- Sargento Pablo Valle – dijo. – Se acabó la última batalla. Se ha perdido la guerra.
El sargento Valle no se sorprendió por el resultado, que era el esperable, pero aún así un acceso de adrenalina y cierto dolor le cruzó por el cuerpo. No descuidó un momento su postura. El superior lo miró de reojo, y volvió a negar con la cabeza. Esta vez, sonreía.
- Descanse. Le informo que ha sido promovido a un cargo superior, por su bizarra demostración de valentía en el campo de batalla, sobre todo en las últimas libradas en esta guerra que viene de largo tiempo, a pesar de la adversidad del resultado.
Ya relajado, adoptando la postura rígida y derecha que siempre tenía al permanecer de pie, el sargento volvió a tensarse. Eso sí que no lo esperaba, y miró a los ojos a su superior con esa incredulidad y confusión bien marcadas: su experiencia, sus enseñanzas, siempre le habían indicado que al que pierde lo máximo que recibe es su vida a cambio, o una experiencia más sobre la cual fortalecerse. A los perdedores no se los asciende.
- Señor. No comprendo la resolución, señor.
El superior le sonrió simpáticamente. Se lo veía exhausto y adolorido, como ausente.
- Necesita usted un descanso, Valle. Se ha analizado su desempeño por completo, y se ha convenido que es lo que usted merece. Para algunos, es usted un héroe. Por ello, en motivo de su ascenso, va a ser usted trasladado.
El sargento Valle negó con la cabeza, antes de darse cuenta.
- Señor. He sido trasladado ya muchas veces. Pido autorización para quedarme.
- Denegada. Es una orden directa que usted continúe desempeñándose en otro sitio, de acuerdo a su nuevo rango y con bastantes más comodidades que en éste.
- Señor. Mi familia...
- Valle, se ha perdido la guerra.
El sargento Valle hizo un silencio contemplativo. En ese momento, entendió perfectamente lo que el superior le estaba diciendo, y evitó suspirar tan hondo como quería hacerlo, cerrar los ojos y dejarse llevar por eso. En cambio, se llevó una mano a la gorra y se la quitó, para llevársela del lado hueco hasta apoyarla sobre su pecho que había dejado de respirar. Cerró los ojos, inclinó un poco la cabeza hacia delante, y asintió.
- Lo entiendo. ¿Cuándo es mi partida?
- Ahora mismo – el superior miró un reloj de muñeca que parecía inexistente. – No puede usted demorarse mucho, Valle. Le esperan.
- ¿Se le comunicará a mi familia que...?
- Su familia será avisada en el momento que usted pase por el marco de esa puerta. Déjelo en nuestras manos.
El sargento asintió nuevamente. Mientras caminaba por los pasillos oscuros buscando la luz de la puerta de salida, se puso la gorra nuevamente. Irguió los hombros y enderezó su paso, aunque nadie lo miraba ya ni era seguido; y ya casi llegando a la puerta, se detuvo. Pensaba en su familia, en su mundo que dejaba. Tomó aire profundamente, y con la cabeza en alto, como no la había tenido en esos siglos de espera, puso la mano en el picaporte. La puerta se abrió, y él supo que no tenía picaporte del otro lado. Pensó en el viaje del héroe, que no tenía retorno. La dejó cerrarse a sus espaldas, con un suspiro trémulo.
Miró la luz, y sonrió. Pensó en que debía ser un hermoso día para viajar.
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