miércoles, 28 de octubre de 2009

Inyección


Leíste una vez un cuento, o una frase de Bakunin, que no te atreviste a hacerme leer. Pero yo leí.

"... querer la dependencia de aquel a quien se ama es amar una cosa y no un ser humano, porque no se distingue el ser humano de la cosa más que por la libertad..."

No quisiste explicarme por qué mirabas al suelo mientras escondías el papel. Te pregunté una o dos veces, te insistí, y no me dijiste nada. Te levantaste y te fuiste con la cabeza en alto, aunque tenías los ojos empañados como vidrios. Me dejaste mirándote a la distancia, te hiciste inalcanzable. Corriste alejándote, separándonos, sin darte vuelta y decirme a la cara cuál era tu problema. Cuáles eran tus motivos. Qué era lo que te había hecho tan mal.

Qué era lo que te había abierto los ojos.

"... y si el amor..."

Vos me lo revisabas todo. Cuando dejaste de hacerlo, fue porque supiste que ya no te podía esconder nada. Ahí fue cuando empezaste a creerme, un poco, apenas, que cuando me preguntabas todas esas cosas yo no te mentía. Que cuando no tenía nada para decirte, es porque no había nada. Que si había ido a tal lado, era porque había estado ahí. Y no sé por qué te empeñabas en negarme eso: yo sabía que a veces me seguías, sólo que siempre hice como que no te vi. No sé a qué le tenías miedo, o qué esperabas demostrar. Nunca me lo supiste decir.

Me pregunté si podrías habérmelo dicho en ese momento, mientras cerrabas la puerta. Si me podrías haber respondido algo, si me podrías haber explicado por qué lo hiciste, por qué así.

"... y si el amor implicase también la dependencia, sería lo más peligroso e infame del mundo porque sería entonces una fuente inagotable de esclavitud y de embrutecimiento para la humanidad..."

Quizás ese tiro en la boca, en tu silencio, fuera la única respuesta que podías darme.

jueves, 15 de octubre de 2009

Segunda puerta


Encendió la luz apenas pasó el umbral. Cuando ella le siguió, cerró a sus espaldas y se sacó la campera. La miró caminar al medio de la habitación, directo, sin vueltas como siempre. Por sus movimientos, pocos hubieran podido adivinar sus emociones y descubrir que esa noche ella estaba partida. Mantenía la cabeza en alto y los hombros rígidos, incluso cuando se sentó en la cama para bajar el cierre de las botas. Le daba la espalda. Nadie hubiera podido adivinar qué era lo que le había pasado. Sólo él, único, porque ella se lo había contado por teléfono horas atrás.

Se aflojó la camisa y el cinturón, mientras caminaba a la cama. La vio desprenderse del sweater y recostarse en su lugar habitual. El encaje de su corpiño se adivinaba a través de la fina tela de su camiseta, mientras todo lo demás se dibujaba en líneas nítidas, tangibles, al alcance de la piel. Él se sentó a su lado mientras ella se soltaba el pelo, y le agarró la mano que había dejado libre, abandonada en del acolchado. Su agarre era fuerte, firme, cálido. Ella lo miró, con sus ojos llenos de oscuridad, mientras se hundía en las almohadas.

Se quedaron unos minutos así, acostados, mirándose. No dijeron nada. Sus dedos se terminaron enlazando, y llegaron a acariciarse como si fueran palabras dulces. Él se inclinó y ella abrió la boca para sus labios. Con la lengua tocó sus dientes y el sabor de su silencio. Sus manos libres hicieron nido en un pecho y un cabello, se movieron, mientras las otras se quedaban quietas. La humedad se hizo puente entre ellos, y su aliento se volvió gotas cuando se dejaron ir.

Él volvió a su lado de la cama. Su frente estaba perlada y sus ojos, los enormes imanes de gris, estaban entrecerrados. La miraban, penetrándola con dulzura, dominio y violencia. No le había soltado la mano.

- Tu amiga me vuelve loco - dijo.

Ella tensó los dedos bruscamente, pero no se levantó con rapidez. Lo miró, estática, desde los confines de su almohada. Los segundos pasaron en la misma inmovilidad, donde hasta los aromas parecieron esfumarse. Pasaron entre sus miradas, buscando un equilibrio, tratando de anticipar el estallido de la reacción. Y al final, ella se levantó soltándole la mano despacio, con los labios apretados y las cejas relajadas. Su gesto dejaba leer su decisión. Se inclinó sobre él, dejando entrar a las uñas por debajo de su pantalón, y llevó la boca a su oído. Sólo habló cuando lo tuvo agarrado, bien sujeto, en su poder.

- Imaginate que ella está vestida de raso - susurró -. Y te mira llegar por esa puerta...