viernes, 25 de julio de 2008

Fuga


- Disculpe, ¿podría darme asilo esta noche?

Jérôme había estado escondido, sentado atrás de unos árboles, durante todo el día. Había permanecido en silencio, agazapado, con el anotador en una mano y la pluma en la otra. Todavía mareado, había escrito todo lo que recordaba, antes de haberse visto obligado a desaparecer.

El campesino se tocó el sombrero, sin decir nada. Apenas miró al joven frente a él: cuando olió la sangre, le hizo un gesto con la mano y empezó a caminar dándole la espalda. Jérôme cerró bien su bolso, movió un poco la cabeza, y lo siguió en silencio a través del campo.

- Esa curva... Muy peligrosa - dijo el campesino, sosteniendo la puerta del rancho, para que Jérôme pudiera pasar -. Van muy rápido. No es el primer accidente.

Jérôme lo miró a los ojos: sostuvo la mirada lo suficiente para que pareciera que estaba asombrado. Después, se sacó los lentes y se frotó los ojos con fuerza. Por supuesto que no era el primero, ni sería el último: pero eso no había sido un accidente.

No respondió. Se pasó los dedos por la cara, sobre la barba incipiente, y los bajó llenos de sangre. Era fresca: no era de la sangre que manchaba toda su ropa, de correr cuerpos. Antes de que pudiera asombrarse por continuar herido, el campesino le alcanzó una venda rudimentaria y un recipiente con agua. Jérôme agradeció con un gesto, volvió a calzarse los lentes, y se mojó la mejilla.

*

Sabía que le observaba. Le había estado mirando todo el día, mientras movía el tractor, desde el alba. Jérôme, que no había podido dormir ni un minuto, había sacado el anotador de nuevo; se había ido a un lugar apartado, lejos de cualquier ventana, y se había puesto a escribir. Quería terminar lo del día anterior; y después, tenía que mandarle una carta. Sabía que ella no tenía idea en cuál de los micros iba él: y la incertidumbre, sabían, era más desgastante que la muerte.

El campesino había hecho pocas preguntas. Jérôme había respondido las suficientes para que no quedase pegado a él. Y el otro, hombre recto y simple como uno de los árboles de su quinta, había vuelto a su rutina como si nada pasara. Ahí estaba en ese momento, trabajando, recortado contra el atardecer, mientras Jérôme sacaba un atado de cigarrillos, encendía uno, y se inundaba de humo.

Permanecieron así un rato, el campesino con la tierra, el otro mirando en silencio el atardecer. Al final, Jérôme sacó una pluma y, de pie, empezó a escribir la carta.

Estoy bien. Pero esto no fue lo primero ni va a ser lo último. Llevale esto a Durruti y quedate con él. Preciosa, si vinieron por nosotros acá, entonces allá estarán...




[a S.S.G.]

jueves, 17 de julio de 2008

Sin patria


Cuando le preguntabas por su nacionalidad, él sonreía. Se sacaba los lentes, se frotaba los ojos con paciencia, y se los volvía a poner. Te miraba a ojos, como si fuera una pregunta tonta o de respuesta obvia; y cuando se daba cuenta que no lo entendías, se reía. Sonreía más. Entonces, te comentaba que él no creía en las fronteras de los países; pero que además, no sentía pertenencia a ningún lugar. Que siempre había sido un extranjero, incluso en la tierra en la que había nacido.

Si le preguntabas por su profesión, o mejor por su vocación, él decía que era periodista. Recién ahí a vos te cuadraba el pelo corto y despeinado, la ropa informal, el bolso con la correa cruzándole el pecho y esa mirada directa a las pupilas. Y antes que pudieras preguntar dónde, él te contaba que se había vuelto independiente hacía un par de años; lo decía entrecerrando los ojos y sonriendo apenas, como acordándose de algo.

No necesitabas preguntarle su edad: de sólo verlo una vez, podías adivinarla. Siempre llegaba a vos con el casco abajo del brazo, caminando con la agilidad de un deportista entrenado: se desabrochaba la campera, acomodaba el bolso y dejaba que empezara la charla. Podían hablar de cualquier tema; él siempre le ponía igual pasión a todo. Pero cuando se empezaba a hablar de la verdad, las ideologías, el poder y la política, le empezaban a brillar más los ojos.

Si le preguntabas si era soltero o estaba en pareja, se le iluminaba más la sonrisa. Hasta ese momento, te hablaba con su tono grave y su dejo de sensualidad; a partir de ahí, hasta el tono le cambiaba. Sonreía: te decía que estaba perdidamente enamorado, y que “pareja” le quedaba chico a ella. La había conocido en Rosario, muchos años atrás, y habían estado juntos en la resistencia. Siempre hacía un momento de silencio, mirando a la nada y sonriendo ampliamente, como perdido en algún recuerdo: después volvía a la charla, como si nunca se hubiera ido.

Y cuando le preguntabas qué era eso de la resistencia, él siempre te miraba a los ojos unos segundos; con un dedo, se tocaba suavemente una cicatriz pequeña en la cara. Entonces, te decía que la verdad y el poder podían ser uno solo, si no había quienes lucharan contra eso, y si no había quien quisiera una verdad lo menos corrupta posible. Que el poder ya jerárquico no servía, pero que peor todavía era un poder de facto. Vos lo mirabas, preguntándote si realmente te lo podías imaginar con una bomba molotov en la mano, y él sonreía ante tu silencio. La misma sonrisa de cuando le preguntabas por su nacionalidad.

Al final, no se te ocurría nada más para preguntarle. Te lo quedabas mirando, y te parecía que los ojos verdes atrás de los lentes te traspasaban. A diferencia de vos, él no te preguntaba muchas cosas: tenía otras formas de saber lo que quería. Vos nunca te sentías interrogado. Y después cuando se iba, porque siempre tenía algo que hacer, te sonreía; y antes de perderse entre la gente, te saludaba con un perfecto au revoir.


Jérome Fernández
[ a S.S.G. ]




viernes, 11 de julio de 2008

Imperativo sobrevivir


Si vos hubieras dicho algo, sabés que te habrían fusilado. Por eso, como ya pasamos ese momento, quedate ahí quieto y acurrucate. Dejame a mí hacerme cargo de este silencio. No te muevas para nada mientras yo me muevo por los dos. No hagás caso a las voces que preguntan si te encontré. Bajá la cabeza, pero no bajés los ojos. No dejés de mirarme, mientras les grito una mentira.


Si no me hubieras mirado, yo te habría disparado. Pero respirá tranquilo, porque ya no puedo voltearte. Ellos tampoco. Cerrá los ojos, y por unos segundos olvidate de todo. Escuchá cómo cae la lluvia, y cómo suena el seguro del fusil. Dejame mirarte mientras temblás lleno de barro, arañado por las ramas. Pero no me digás nada: no podés hablar. No ahora.

Si no te hubieras callado, yo habría terminado muerto. Recordá los cuerpos que pararon las balas que iban a vos. Una palabra tuya me hubiera hecho caer en esa misma pila. Mordete los labios, así como lo hacés, y date cuenta de lo que acabo de hacer. Y de lo que acabás de hacer con tu silencio. Así que no me preguntes nada, levantate como puedas cuando me vaya, y date cuenta de que nunca te vas a olvidar de mí. Yo nunca me voy a olvidar de vos.

Y si no hubiera estado la guerra entre nosotros, habríamos sido amigos.

jueves, 3 de julio de 2008

Deus Ex Machina

En un principio, fue la máquina.

El mundo cambió por completo. No porque el mundo se hubiera enterado de la existencia de la máquina; si no porque, en los siglos que fueron luego, se supo que el tiempo apareció a partir de ese momento. Para cuando se creó la máquina, el mundo no era nada, y después de la máquina, el mundo pasó a ser todo; pero eso también se supo luego. En el momento de su creación, la máquina apareció, simplemente.

Fue vendida como procesadora de sueños: las necesidades y esperanzas se metían por un sitio, y por el otro se suponía que salían los productos procesados, bonitos, listos para comer. Se activaba sólo con hablarle un poco. Hasta ese momento, las máquinas anteriores habían fracasado en el mercado: ninguna lograba un producto con buen sabor, o que se pudiera digerir del todo. Su llegada fue tal revolución que las otras máquinas quedaron desplazadas casi de inmediato, fueron relegadas al exilio, aunque se les permitió coexistir; a fin de cuentas, había muchos masoquistas que seguían prefiriendo los productos de esas, y no de esta nueva.

El mercado se puso de cabeza. Los seguidores de la máquina empezaron a acosar a los seguidores de las máquinas anteriores; se montó en un fanatismo insoportable en el que nadie lograba ponerse de acuerdo. Empezó el debate sobre cuál era la mejor forma, cuál era la imagen más linda, cuál debía ser su color. La discusión sobre cuál era el mejor manual de instrucciones enemistó a los fanáticos más ortodoxos. Esos mismos se dividieron después entre los que creían que la máquina estaba bien sola, los que creían que le faltaban dos accesorios más, y después entre los que les gustaba más el accesorio que la máquina y los que seguían al original a toda costa.

Me dijeron que, con el tiempo, la máquina se fue perfeccionando. Pasó de ser una simple procesadora a ser usada como lente. Pasó a estar en todos los ojos, en todos los bolsillos y todos los cuellos. Ayudó a muchas personas desorientadas a ver nítidamente al mundo, al mismo tiempo que su manual de instrucciones los guiaba, y seguía procesando sus sueños. Fue impuesta como obligatoria durante muchos siglos, alcanzó la gloria total del mercado, y parecía que nunca habría otra máquina que fuera a destronarla en las ventas.

Y al final, un día, la máquina fue destronada por una razonadora de sueños.

Entonces empezó a venderse como antigüedad. Restringieron los puntos de venta a los sitios de siempre, y dejaron de ofrecerla en las calles. Los fanáticos que no sucumbieron ante la nueva razonadora, se separaron todavía más. El imperio de la máquina empezó a debilitarse. Terminó siendo apartada por completo, aunque mantuvo su vigencia entre los suyos que, sin importar sus cambios, seguían ciegamente su nombre. Siguió latiendo allí, procesando los sueños y sirviendo de consuelo al mundo, que recurría a ella como último recurso cuando la razonadora se rompía, o nadie podía arreglarla.

Todo eso me contaron. Yo la compré esperanzado, cuando me di cuenta que la razonadora no me servía para todo. Traté de usarla, leí los manuales, hablé con los expertos, pero no logré ponerla a funcionar. Así que la metí con todo en una caja, con accesorios y manuales, y fui al edificio a donde me la habían vendido.

- Usted me deberá perdonar – le dije al vendedor -. Pero esta máquina no me sirve para nada.

- No se preocupe – me contestó, sonriendo -. Puede dejarla acá hasta que quiera volver a buscarla… Sabemos que en algún momento le va a ser útil. Los siglos hablan. Todos vuelven.