martes, 26 de febrero de 2008

El fortín de cajas

En el fortín de cajas de al lado de mi cama encontré notas: pedazos de papeles de forma irregular, con tintas multicolores, escritos en una diversidad de letras. Me acuerdo que fueron mis manuales para conocer a muchas personas, cuando los susurros en clase nos estaban vedados, y todavía hoy me sirven a veces para cubrir los agujeros negros de mi memoria. Fueron mi pasatiempo preferido, y son piezas del rompecabezas que reconstruye una parte de mi vida.


Encontré cartas. Pocas no tienen fecha, pocas están en sobres. Algunas tuve que pedir que me las leyeran, a los que pude pedírselo; otras las tuve que descifrar como si fueran jeroglíficos de verdad. No todas fueron tan interesantes como los misterios de las pirámides, ni los libros sobre la Atlántida de los que habla alguna que otra; pero cuando agarro cualquiera y leo el primer párrafo, usualmente me siento adentro de mi propia máquina del tiempo. Las leo, y casi puedo sentir la voz de mi remitente, hablando del estudio, hablando del amor y hablando de la inocencia. Repitiéndome iguales cosas a lo largo de distintos años. Hablándome al oído.

Encontré camisetas. Varias de fútbol, de mi club granate, que me recuerdan que nunca fui el nieto o el hijo que esperaron que fuera; y cómo de todas formas el patriarcado de mi familia cedió ante la realidad y me adoptó adentro de sus pasiones de hombres. Algunas de mi escuela, mostrando los distintivos de mi infancia y adolescencia, recordándome cuál fue la institución que me robó tanto tiempo. Una con un vitreaux que compré enfrente a Notre Dame, y que alcé en vilo para comprarlo con la fachada gótica. Una con un violín en el frente, que me regaló una amistad extranjera que todavía extraño, y que tuve que guardar porque arruiné con lavandina por querer jugar al hijo ayudante en mi casa.

Encontré fotos. Muchas que me traje del olvido de un placard oscuro y húmedo, para ponerlas en un orden que nunca logré. La mayoría no son mías, si no de todos, y a muchas de ellas nunca logré identificarlas. Hay una foto boca abajo, metida en un sobre, de una persona que durante años me robó la cabeza, y que todavía hoy no la devolvió. Hay un álbum de fotos que me recuerda a una familia que nunca puede estar tan feliz y armada, como en la pose frente al lente. Hay una pila pequeña de fotos, a un costado, de donde puedo sacar imágenes de distintos tamaños: en blanco y negro mi historia antigua, en color los que ya están muertos, y hasta hay una desgastada por tocarla y llorarle encima, porque no hay nada que hacer.

Encontré un sable y una radio, que ya no sintoniza. El carácter y la voz de un abuelo muerto, siempre presente.

Encontré una gorra de detective. Un viaje a Europa escondido en los hilos de esa tela cuadrillé, y la pregunta siempre pertinente de si realmente pensaba gastar tanto en una cosa tan simple, tan innecesaria. Fue una compra necesaria: la gorra sólo cumple el cometido de hacerme feliz en mis recuerdos y mis sueños de la infancia, entre mis libros policiales.

Encontré cadenas de oro y pulseras de plata. Siempre me dijeron que las escondiera en una caja fuerte, y siempre pensé que no había mejor lugar para ocultarlas que en mi desorden de cosas triviales. En algún momento significaron un cumpleaños, un esfuerzo afectuoso: y ahora significan el paso del tiempo, la ostentación frente a la inseguridad. Las tengo fuera de la vista, pero sólo de la mía; pero soy la única que sabe que están ahí.

Encontré las cosas que nunca importaron lo suficiente para ponerlas en orden. Una lapicera ordinaria que debo haber robado de algún lugar, o comprado de casualidad en algún puesto, una de las tantas veces que perdí la mía. Artículos nunca comprados que pretendían comprarme, y que exhiben el nombre de sus ideas en las partes más estrafalarias. Cintas de raso negro, abandonadas en la barbarie, cuando recuerdo que las compré para un traje de elfo que está guardado un poco más allá, en un ladrillo del fortín. Una colección de relojes, pretendidos despertadores, que me fueron regalando y a los que algún día debería comprarles pilas; cada vez que los miro, hermosos y abandonados ahí, o sonando a cualquier hora como tratando de llamar la atención, me acuerdo de programar la alarma digital.

Encontré cintas blancas, rojas y azules, sosteniendo una medalla de oro al lado de una cadena con una medalla de plata. Un papel enrollado que no quiero desenrollar, y una foto que me muestra a mí en medio de un gran grupo de personas, totalmente diferentes una de la otra si no fuera porque están todos vestidos de la misma forma. En la imagen, estoy con esa misma ropa. Ya no el escudo de mi escuela, si no el nombre de mi curso, nos hace pertenecer a todos a una misma memoria.

Encontré mi cartuchera, y mis cajas de lápices intactas. Aquellas que pedí que no me compraran porque sería incapaz de usarlas. Las que me compraron de todas formas, e insistieron en comprarme más de una, para obligarme a romper con ese capricho de querer dejarlo así como estaba, que todo estaba tan lindo. Los lápices de grafito, mordidos y cuidados, con las minas intactas, son los más usados. Los lápices negros de las cajas son los que están más cortos.

Encontré mi partida de nacimiento. Olvidada allí en algún momento, después de algún trámite. Casi como una rebeldía a la burocracia y a mi tiempo perdido.

Y encontré mis libros. Sólo algunos, los que estuve leyendo hace poco, y otros de los que me importan lo suficientemente poco para dejarlos tirados. García Márquez el primero, un libro que robé de la biblioteca de mi abuelo y que me olvidé para siempre. Los premios Darwin, de alguna autora desconocida: aquel libro que me hace reír tanto sobre la calidad bizarra de la estupidez humana. Mis novelas sobre informática y ciberespacio, de autores de los que casi nadie oyó, de mis intentos de ampliar mi base de datos mental. Y son sólo algunos: los más importantes están ordenados e invulnerables en las bibliotecas, alejados de mi caos, más allá de mi fortín de cajas.

martes, 12 de febrero de 2008

Un día en la vida

IGUALES



Él se levanta todos los días a un horario irregular: hace muchos años que no se despierta, como siempre lo hacía, a una hora temprano como si tuviera un reloj incorporado al sueño. Hace muchos años que tampoco se acuesta religiosamente a la misma hora, en la espera de descansar lo necesario para resistir un día completo, lleno de conflictos y cansancio.

Se sienta en su cama y quiere estirarse, pero le duele el cuerpo. Cojea siempre al mismo ritmo hasta el baño, que ahora agradece que esté tan inmediato a su alcoba. Repite una misma rutina de espuma y navajas con una maestría sabia, siempre dejándose el mismo bigote y la misma barba. Se mira al espejo, lava sus manos casi por cortesía a la higiene, y sale hacia la cocina. Arrastra su radio, que cansadamente siempre en amplitud modulada le grita noticias que no deberían interesarle.

Dependiendo del día, de a qué hora se haya logrado acostar luego de horas de insomnio hasta quedar dormido en su sillón, desayuna o almuerza, o directamente toma sus cosas del momento y sale. A veces nada, porque el médico le ha dicho que el movimiento en el agua podría aliviar un poco la oxidación que se va comiendo su cuerpo e invitando al avance de sus enfermedades; a veces sólo oficia de sujeto cariñoso y se queda con sus tantos amores que viven casi al lado, corriendo a su alrededor y comiéndole lo poco que le dejan tener en la heladera. Ese día decide dar paso a su cansancio y sólo quedarse en su casa, leyendo o comunicándose con los eruditos de la historia, a quienes admira en una materia que el apasiona.

Su tarde transcurre como transcurren todas desde hace muchos años: iguales. El sentimiento de inutilidad lo posee y, como le pasa de a ratos, lo destroza. Le tienen prohibido asomar a un volante, pero él desafía toda regla y maneja alrededor de su barrio, para ir a comprar fruta, para simplemente sentir que todavía no es tan dependiente como le hacen sentir. Que todavía no está tan terminal, tan muerto.

Vuelve a su casa, se quita su boina y cuelga su campera. Deja el celular lejos, ese aparato que aprendió a manejar pero que nunca va a lograr entender. Y asoma a la cocina con sus bolsas, cojeando, recibiendo los retos que esperaba desde su salida, y sonríe haciendo un comentario que a su esposa la hace guardar un silencio avergonzado. Cincuenta años, piensa mientras la mira con afecto, y se sigue sonrojando frente a su humor descarado. Se sienta a escuchar la radio, después a mirar el noticiero, y a conversar con ella en la espera de la comida que lo llene hasta que ella lo deje para acostarse y él vuelva a su sillón.

Para volver a quedarse dormido, y volver a despertase luego. Y que todos sus días sean iguales.

miércoles, 6 de febrero de 2008

El héroe

EL HÉROE


A P.



El sargento se movió en su silla, incómodo, al darse cuenta que en un descuido se había encorvado. Y después volvió a sentarse recto, derecho y erguido como le gustaba verse, tal como le habían enseñado. No había nadie más en esa habitación, ninguna cámara que pudiera ver cada uno de sus gestos; sin embargo, para el sargento la disciplina trascendía la guardia, el orden debía existir siempre y el control ser el último medio de imponerlo.

Hizo un esfuerzo para no continuar moviéndose. Estaba impaciente. Sentado frente a esa única puerta oscura, que le ocultaba lo que sucedía en la habitación de junto, nadie le decía nada. Nadie había salido de allí en todo el tiempo que había pasado esperando, para darle alguna información sobre lo que estaba sucediendo. Y el sargento quería saber, necesitaba saberlo, pero la orden había sido que esperara a los resultados.

Por un momento, pensó que era gracioso. Su paso por las Fuerzas Armadas había comenzado justamente por ser descreído de las reglas ajenas. Y aunque profesaba la disciplina y la rigidez como una forma de vida, y hasta se comportaba de forma represora y autoritaria en las ocasiones que lo ameritaban, siempre había peleado contra la corriente de un código de honor ajeno al suyo. Había resistido a la corrupción de un sistema. Toda una vida a contramarea.

Pasó las manos por las piernas, y luego las devolvió a su gorra, puesta cuidadosamente sobre su regazo de su pantalón de traje perfectamente planchado. Sin darse cuenta, aferró la gorra y la mantuvo casi comprimiéndola, casi haciéndola rehén de su expectativa. La llevó contra su pecho, mantuvo la presión de los dedos por un momento, y luego la bajó otra vez. Se alisó los pantalones y siguió esperando, mientras caían las sombras por la persiana cerrada a medias. La luz ambiente hacía brillar la vaina de su sable.

Su pecho no estaba cubierto de medallas. Apenas tenían sus hombros los distintivos de una labor humilde, relegada de los honores y de los reconocimientos. Aún así, el sargento vestía su casaca con orgullo, manteniendo los hombros rígidos y los músculos tensos, aunque la espera había empezado a arrugarla. Una espera que no sabía cuándo iba a conocer su fin, y cuyo fin además era incierto, pero que ya se había hecho demasiado larga. Como si hubieran sido años. El sargento se había visto pasar de su postura erguida y desafiante a una abatida por el cansancio, y posteriormente a una encorvada por la fatiga y la falta de soluciones. Ahora, una vez más, esperaba erguido a que alguien le informara.

El sonido de una llave girando lo hizo reaccionar. Se puso de pie inmediatamente, poniéndose la gorra en un gesto mecánico. Estuvo a punto de hacer el saludo militar correspondiente, pero no salió ninguno de sus superiores como esperaba: salieron médicos, hombres de batas blancas con barbijos y guantes manchados de sangre, con ojeras, cansados y traspirados. El sargento los observó sin sorpresa, mientras se alejaban en varias direcciones distintas sin mirarlo a los ojos, y finalmente lo dejaban solo de nuevo en la habitación.

Tuvo que esperar unos segundos más antes de que saliera alguien que sí fuera a decirle algo. El hombre que traspasó el marco debía ser de su altura, pero sus medallas lo ubicaban mucho más alto, y el sargento le rindió un respeto con disciplina que fue correspondido por el otro. El superior le hizo un gesto, cargado de cansancio y ojeras, y movió negativamente la cabeza.

- Sargento Pablo Valle – dijo. – Se acabó la última batalla. Se ha perdido la guerra.

El sargento Valle no se sorprendió por el resultado, que era el esperable, pero aún así un acceso de adrenalina y cierto dolor le cruzó por el cuerpo. No descuidó un momento su postura. El superior lo miró de reojo, y volvió a negar con la cabeza. Esta vez, sonreía.

- Descanse. Le informo que ha sido promovido a un cargo superior, por su bizarra demostración de valentía en el campo de batalla, sobre todo en las últimas libradas en esta guerra que viene de largo tiempo, a pesar de la adversidad del resultado.

Ya relajado, adoptando la postura rígida y derecha que siempre tenía al permanecer de pie, el sargento volvió a tensarse. Eso sí que no lo esperaba, y miró a los ojos a su superior con esa incredulidad y confusión bien marcadas: su experiencia, sus enseñanzas, siempre le habían indicado que al que pierde lo máximo que recibe es su vida a cambio, o una experiencia más sobre la cual fortalecerse. A los perdedores no se los asciende.

- Señor. No comprendo la resolución, señor.

El superior le sonrió simpáticamente. Se lo veía exhausto y adolorido, como ausente.

- Necesita usted un descanso, Valle. Se ha analizado su desempeño por completo, y se ha convenido que es lo que usted merece. Para algunos, es usted un héroe. Por ello, en motivo de su ascenso, va a ser usted trasladado.

El sargento Valle negó con la cabeza, antes de darse cuenta.

- Señor. He sido trasladado ya muchas veces. Pido autorización para quedarme.

- Denegada. Es una orden directa que usted continúe desempeñándose en otro sitio, de acuerdo a su nuevo rango y con bastantes más comodidades que en éste.

- Señor. Mi familia...

- Valle, se ha perdido la guerra.

El sargento Valle hizo un silencio contemplativo. En ese momento, entendió perfectamente lo que el superior le estaba diciendo, y evitó suspirar tan hondo como quería hacerlo, cerrar los ojos y dejarse llevar por eso. En cambio, se llevó una mano a la gorra y se la quitó, para llevársela del lado hueco hasta apoyarla sobre su pecho que había dejado de respirar. Cerró los ojos, inclinó un poco la cabeza hacia delante, y asintió.

- Lo entiendo. ¿Cuándo es mi partida?

- Ahora mismo – el superior miró un reloj de muñeca que parecía inexistente. – No puede usted demorarse mucho, Valle. Le esperan.

- ¿Se le comunicará a mi familia que...?

- Su familia será avisada en el momento que usted pase por el marco de esa puerta. Déjelo en nuestras manos.

El sargento asintió nuevamente. Mientras caminaba por los pasillos oscuros buscando la luz de la puerta de salida, se puso la gorra nuevamente. Irguió los hombros y enderezó su paso, aunque nadie lo miraba ya ni era seguido; y ya casi llegando a la puerta, se detuvo. Pensaba en su familia, en su mundo que dejaba. Tomó aire profundamente, y con la cabeza en alto, como no la había tenido en esos siglos de espera, puso la mano en el picaporte. La puerta se abrió, y él supo que no tenía picaporte del otro lado. Pensó en el viaje del héroe, que no tenía retorno. La dejó cerrarse a sus espaldas, con un suspiro trémulo.

Miró la luz, y sonrió. Pensó en que debía ser un hermoso día para viajar.